Fernando Ainsa Revista Imán 24Fernando Aínsa Amigues nació en Palma de Mallorca el 24 de julio de 1937 de padre aragonés y madre francesa. “Desde el día en que nací fui un extranjero en mi propia tierra”, le gustaba decir, al tiempo que subrayaba que eso le empujó a “aprender a mirar el mundo desde los márgenes. Esa mirada oblicua y descolocada es la que me apasionaría luego en la literatura”. Su trayectoria vital responde a estas palabras, ya que en 1951 emigró con su familia a Uruguay, país al que  se integró perfectamente e inició su carrera literaria.

En 1973 se instaló en Francia, donde al año siguiente empezó a trabajar en la sede de la Unesco en París como director literario de su editorial. En ese puesto estuvo hasta 1999, cuando se mudó a Aragón, en donde vivió entre Zaragoza y Oliete (Teruel). En 2013 recibió el premio Imán, que concede la Asociación Aragonesa de Escritores, y Aínsa recordó que al llegar a Aragón sintió rápidamente “que mis orígenes paternos habían encontrado finalmente un espacio hecho de convivialidad donde enraizarse definitivamente. Aquí he escrito y desde aquí he publicado más de la mitad de mis obras. Entre Zaragoza y Oliete he descubierto una tardía vocación de poeta”.

Los versos, la narrativa, el ensayo, la crítica… ningún género le fue ajeno y en todos brilló. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, portugués, árabe, polaco, ruso y macedonio. Ha recibido premios nacionales e internacionales en México, Argentina, España, Francia y Uruguay. Era miembro correspondiente de las academias de las Letras de Uruguay y Venezuela, y del patronato de la Biblioteca Nacional de España. Falleció el jueves 6 de junio de 2109, en Zaragoza, luego de haber recorrido la Feria del Libro instalada en la Plaza del Pilar.

Para mí es imposible escribir una semblanza sobre Fernando Aínsa sin incurrir en reflexiones personales y muy sentidas. Por eso, mi evocación estará teñida de reconocimiento y admiración, de pena y nostalgia, pero también de agradecimiento por lo mucho que aprendí de Fernando como amigo y como intelectual de primer orden. Las palabras que siguen están dictadas desde el afecto y la admiración .

Pocos creadores en América y España pueden mostrar hoy una trayectoria tan rica y diversa en proyectos críticos, narrativos y poéticos como la de Aínsa. Basta repasarla para aquilatar su peso intelectual como hombre de letras, creador y defensor de nuestras culturas. Abogado, gestor cultural, narrador, poeta, difusor de creadores y pensador sobre múltiples realidades, Fernando Aínsa encarnó al modelo de hombre renacentista y humanista que tanto se echa en falta en este presente vertiginoso y superficial en el que la reflexión profunda y estudiosa a veces sucumbe a la urgencia mediática y al apresurado slogan de ciento cuarenta caracteres. Como él mismo escribió al comienzo de Travesías: “Estamos aquí, somos de allá. He aquí una proposición simple para empezar”.

Todavía recuerdo aquella tarde de otoño en las oficinas de la editorial Trilce de la calle Misiones cuando su director, Pablo Harari, me presentó a Aínsa. Yo acababa de publicar bajo ese sello Solitario Blues, mi tercer libro de cuentos, y allí mismo se lo regalé a Fernando, diez minutos después de conocernos. No se si él había leído mi escasa obra de entonces, pero yo sí conocía una importante suya porque años atrás, en mis comienzos como narrador deslumbrado por Juan Carlos Onetti, había tenido la fortuna de encontrar y luego leer con avidez y sorpresa un libro que me fascinó desde el título: Las trampas de Onetti. Me sorprendió el sesgo de ese título, llamar tramposo a Onetti y descubrir los trucos del mago marcaba un talante de desafío. Fue el primer ensayo que publicó Aínsa y el primero que leí sobre el escritor. En el encontré algunas claves de mis preferencias por el autor de El pozo a la par que me permitió decodificar no solo sus “trampas” – que Aínsa descubría y consignaba con astucia, rigor y lúcido abordaje crítico- sino los componentes humanos y el basamento existencial de su literatura. No obstante, lo más importante de ese testimonio de Aínsa estaba en la dedicatoria genérica de la obra: “A quienes, como Onetti, todavía creen en el destino propio de la novela”. Esa creencia todavía me guía.

Cuando leí Las trampas de Onetti Fernando ya no vivía en Uruguay y estaba en París trabajando en Unesco. Era otro compatriota que había marchado al exilio durante los años de plomo del Uruguay, pero quizá gracias a eso – como decía Camus, Sísifo ejercitaba sus músculos- este hombre de varios mundos -nacido en España, formado en Uruguay, consolidado en Francia- habría de transformarse en un individuo capaz de entender las realidades diversas del exilio, la metrópoli, la melancolía del expatriado y el estímulo de las culturas europeas que conocería y estudiaría sin desdeñar ni olvidar la patria latinoamericana. La añoraba, pero su interés no quedaba en el mero gesto plañidero: seguía de cerca a sus creadores, indagaba en sus mundos de ficción, reflexionaba sobre sus procesos políticos y culturales, reparaba en sus obras y, pese a la distancia, era un testigo atento y comprometido.

Ese hombre de mundo, amable, informado y agudo en sus juicios sin ser nunca jactancioso, era el que yo conocí aquella tarde en la editorial que casualmente compartíamos. Lo que sobrevino después fue una paciente secuencia de correspondencia, encuentros a ambos lados del océano almuerzos o cenas mediante, y un intercambio permanente de estímulos, opiniones, proyectos y, en especial de su parte, una generosa actitud de difusión de mi trabajo como autor junto con el de otros uruguayos. Y esa era una de las más notables características de Fernando Aínsa crítico: su permanente afán en promover a los escritores compatriotas con un interés y una constancia que muchas veces superaba con creces lo que se realizaba en Uruguay.

La primera prueba de ello la recibí ese mismo año en que nos conocimos con Fernando: en diciembre de 1993 publicó en Trilce un ensayo que intentaba llenar un vacío crítico sobre la narrativa uruguaya reciente. Su propuesta tenía el sello de lo que antes he manifestado, ya que insertaba poco más de treinta años de literatura nacional en un contexto latinoamericano y así reconciliaba lo autóctono y regional para vincularlo con lo universal. Ya desde el prólogo, Fernando confesaba que ese era un libro “que se ha nutrido de la nostalgia que me ha dado la distancia en el espacio y en el tiempo en la que he vivido pero, sobre todo, de la voluntad de vencer el olvido gracias a la correspondencia mantenida con colegas y amigos, a la acumulación de fichas, recortes y anotaciones y, sobre todo, a las lecturas para seguir desde “cerca”, aunque estuviera “lejos”, la producción narrativa del Uruguay”.

Más que una declaración sobre una necesidad intelectual o académica lo citado era una confesión vinculada a los afectos y una reflexión sobre lo relativo de toda distancia. Renglones después, el propósito era expresado de manera más categórica: “Pero más allá de la nostalgia y la voluntad en que se ha plasmado, su redacción final ha sido el resultado de una decisión asumida reflexivamente: aprovechar todas las tribunas que se me han brindado en los últimos veinte años, para presentar, explicar y difundir la literatura de mi país.”

Ainsa Revista Imán 24

Con Mónica, su esposa.

En la recuperada democracia –hacía menos de una década que había terminado la dictadura- ciertos reflejos estaban todavía condicionados por el pasado y la cultura funcionaba bajo un mecanismo restaurador más que innovador. El antiguo esquema de las generaciones definidas  – Novecientos, Centenario, Cuarenta y cinco o Sesenta- luego de la quiebra institucional y la noche autoritaria había perdido continuidad y no había etiquetas que definieran nada ni identificaran a las generaciones siguientes. En realidad no había muchos pensadores o críticos que se preocuparan de hacerlo. De alguna manera Fernando había recogido el guante para afrontar el desafío de concebir un inventario crítico a partir de 1960 y llegar hasta el límite temporal que la propia impresión de su ensayo le marcaba: 1993. Hubo voces que objetaron ciertos enfoques del trabajo de Aínsa y algún criterio de selección esgrimiendo un punto de vista tan pequeño como conservador. Reparaban en algunas ramas para no ver el bosque. Al respecto, en mi reseña de Cuadernos de Marcha escribí que había sido criticado por los que en Uruguay no se habían tomado ese trabajo. Le señalaron omisiones, errores -pequeños- en fechas o datos, pero sin ofrecer a la edición un equivalente válido que enmendara, mejorara o estableciera un esfuerzo similar. Argumenté que era un libro que incomodaría a algunos con esquemas de pensamiento que se distinguen por su rigidez. Pero eso era bueno para un libro: proponer un poco de fastidio, de incomodidad. Ese talante lúcido y arriesgado en sus opiniones caracterizó siempre la actividad del Aínsa crítico e  inquieto ensayista.

Tres años después de nuestro primer encuentro, viajé a Paris con mi familia y pudimos encontrarnos con Fernando y la suya. Allí disfruté de su hospitalidad en la ciudad en la que vivía desde 1973. Conocí su departamento cercano a la Tour Eiffel y su espacio de trabajo en la Unesco. Almorzamos un domingo en Montmartre. Fernando, cálido anfitrión y conversador ameno de todos los temas, demostró estar totalmente consubstanciado con las realidades del sur y a su vez convencido cada vez más de que ese sur, lejano y para muchos doloroso, tenía mucho para decir a título de no estereotiparse y no perder identidad.

En el ensayo antes mencionado se preguntaba: “¿hablar de literatura nacional es un problema de número o de la conciencia difusa o claramente expresada de formar parte de una colectividad?” Y con más claridad aún lo subrayaba: “La peculiaridad de nuestra identidad no se diluye ni se aliena en su participación en el mundo, en ese saber compartir con otros una misma condición humana. Por el contrario, nuestro “derecho a lo peculiar” se enriquece con esa “apertura de fronteras”. Los entrecomillados son de Fernando y la cita condensa sus vivencias de hombre del sur insertado en la cultura europea sin renunciar a sus lazos de identidad, convencido de que esos lazos y esa identidad son más válidos si afrontan la tarea de integrarse al mundo, de abrirse a otras fronteras. Esa actitud de Aínsa lo diferenció de otros intelectuales latinoamericanos que, insertos en la metrópoli a partir del exilio o por las razones que fueran, asumieron un rol de latinoamericanos profesionales para aprovechar sus virtudes, la facilidad con que fascinan a los europeos, pero sin dejar de lado uno solo de sus más socorridos defectos.

En 1997 Fernando presentó en Montevideo una novela que había publicado en 1995 en España: El paraíso de la reina María Julia. Yo le facilité el contacto con Edmundo Canalda de la editorial Fin de Siglo para que esta se encargara de la edición uruguaya. Aínsa ya había incursionado antes en la ficción con novelas como Con cierto asombro o Con acento extranjero y volúmenes de cuentos: Las palomas de Rodrigo o Los naufragios de Malinow. Ahora regresaba a la novela y lo hacía con un texto en el que reescribía desde la perspectiva del nuevo milenio que se avecinaba, la leyenda de El paraíso de la reina Sibila que circuló por España, Francia e Italia al final de la Edad Media y en la cual se contaba como un caballero andante, al quedar sin causa por la que luchar, se abandonó al amor sensual de una mujer identificada con el diablo.

En la transposición hecha por Fernando, el protagonista es un derrotado revolucionario sudamericano que ha perdido sus certidumbres y descubre en una vieja exiliada cubana no solo los misterios de un erotismo refinado sino la desgarrada dimensión de la ambigüedad y de la duda. Tuve el privilegio de hacer la presentación montevideana de esa novela ambiciosa y erudita, cargada de guiñadas sobre el presente y repleta de dobles significados. Fue la primera vez que un colega me propuso esa tarea tan grata de presentar un libro.

Transcribo algunas frases de lo que dije aquella vez:

“La ficción es siempre más embriagadora que el más sesudo ensayo. El riesgo de crear más sensual que la más despiadada pesquisa sobre lo creado. Por eso la posibilidad de imaginar mundos, construir situaciones, hacer nacer personajes y establecer una suma de breves vidas gobernada por nuestra recóndita necesidad de contar, ha hecho reincidir a Aínsa en la novela. Sin dudas que el crítico, el abogado, el estudioso, el profesional de la cultura, encuentran su más expresiva faceta a la hora de convocar a sus fantasmas interiores. Se perfectamente que de la lectura de El paraíso de la reina María Julia, surgirán múltiples interpretaciones. Habrá una lectura política, con énfasis en el desencanto y la revisión de posturas ideológicas, de la visión, desde Europa, del fin de un mundo bipolar, del repliegue y del desconcierto en las vísperas del fin del milenio. Aínsa sigue creyendo en el destino propio de la novela. Y como todos nosotros los que escribimos maneja trampas, pasajes secretos, además de una erudita batería de referencias cultas y palabras del más exacto uso del diccionario de la lengua. Alterna el punto de vista, traslada el yo del discurso, se mete en cada personaje, se calza su sensibilidad y transpira sus asaltos eróticos que puede describir y vivir a la vez. Tal vez por todo esto no sería necesaria esta presentación. El destino de esta novela ya está trazado. El texto ya no es sólo de Aínsa. Anda por ahí defendiéndose solo y convocando al lector a descubrir ese hipotético paraíso.”

Dibujo ©Pilar Aguarón Ezpeleta

Lo que más me entusiasmaba de la novela de Fernando y lo quise trasmitir en su presentación fue la escritura desde las dudas y no desde las certezas. Por lo general no se escriben novelas trascendentes a partir de certezas. Se lo hace a partir de dudas, de terribles conflictos interiores, de incertidumbres. Bastaba leer la “Advertencia preliminar ante el milenio que se avecina”, que abre la novela y luego el “Epílogo introductorio”, para apreciar que Aínsa parte de las ruinas de unas certezas demasiado arraigadas. Habla de herejes e iluminados, de vates y profetas desairados, de Utopías desarmadas. Nos pasea ante los escombros reales de un muro desmontado en souvenirs. De paso y como autor, se asume como mero copista de la historia y glosador de textos ajenos. Confiesa retomar los cuentos del pasado para narrarlos en el presente. Quiere hacerlo para ejemplo y escarmiento de los débiles de conciencia y los ligeros de memoria. Pero también le advierte al lector que se trata de una novela, que todo es ficción, que lo ejemplar radica en narrar otra vez lo narrado para que se comprenda mejor.El lúcido indagador de la creación ajena era también un consumado narrador con recursos variados y capacidad para crear mundos y personajes de fuerte consistencia y difícil olvido.”

Aínsa demostró ser también un formidable malabarista de lo breve en el ya citado Travesías/Juegos a la distancia, un libro miscelánico, inclasificable y pleno de aciertos, sutilezas, levedad, consistencia y hallazgos reflexivos sobre la distancia, el allá y el aquí. En esos microrelatos y aforismos que enloquecen la brújula y la dimensión temporal, un Fernando más íntimo y sabio desplegaba un juego de correspondencias, espejos y reflejos múltiples en donde no dejaba de estar presente el sur que siempre añoraba.

En 1999 Fernando había dejado París para establecerse en Zaragoza, en una opción vital que me sorprendió pero que demostró, una vez más, su capacidad para encarar nuevos desafíos. Tiempo después se vio enfrentado a quebrantos de salud en los que trasuntó un gran coraje, que es eso que Hemingway definía como la elegancia bajo presión. Casi convaleciente de una operación, cruzó el océano para reencontrarse una vez más con Montevideo y sus amigos del lado de acá. Con el temple intacto y un libro recién editado nos asombró con su poesía y su admirable rebeldía ante la enfermedad que por suerte en ese entonces pudo superar.

Su temple puesto a prueba le había impulsado a seguir con sus proyectos y la producción de obra que, nuevamente para mi asombro, ahora recalaba en la poesía, con lo cual su condición de polígrafo y escritor completo quedaba demostrada. En ese encuentro me entregó un pequeño ejemplar finamente impreso y compuesto bajo el título de Aprendizajes tardíos que indaga sobre la vida, la poesía y la horticultura. Habla de la rúcula, el ajo y la nuez; pero también del aprendizaje, de herramientas alineadas, de las raíces, de la malhadada enfermedad y de su padre. Versos sencillos, conmovedores e intimistas escritos en Oliete entre setiembre de 2005 y mayo de 2006. Después vendrían otros: Clima húmedo (2011), Bodas de Oro (2011), Poder del buitre sobre sus lentas alas (2011), todos con esa mirada intimista y sencilla, un trabajo de orfebre que lo adentraba en una introspección en que la lucidez, la sabiduría y la emoción se combinaban para que aflorase un tardío pero conmovedor talento poético. Sus últimos libros han sido los poemarios Nuevos espejos de feria( 2017) y Resistencia del aire. Poesía, 2007-2016 (2018); y el volumen de retratos literarios Residencia y tránsito de las letras en Aragón (2017).

Además de toda su labor académica y de entrega a la escritura de ensayo y creación, Fernando participaba de varios blogs sobre literatura y revistas especializadas de lectura on line, y también tenía su propio blog titulado “De dos mundos”, en el cual presentaba su obra y difundía sus escritos sobre autores y temas variados de la cultura. Siempre actualizado e inquieto, no perdía nunca la oportunidad de participar en coloquios sin que le importara la distancia que debía recorrer desde su hospitalaria Zaragoza.

Hace un tiempo, el presidente de la Academia que integro me confió la redacción de la postulación de Fernando Aínsa para el Premio Princesa de Asturias en la categoría Letras, tarea que realicé con orgullo y la conciencia cabal de que estábamos proponiendo un candidato dotado de los mejores atributos para ser premiado. Lamentablemente no lo fue, pero la presencia uruguaya entre los aspirantes al premio se jerarquizó gracias a Aínsa.

Incansable y generoso, en los últimos tiempos su natural inteligencia y lucidez lo habían instalado en la inquietud que anticipa la llegada al límite. Ese presentimiento y nuevas complicaciones en su salud hicieron que ya no respondiese emails, por temor a que cualquiera de ellos fuera el último, como me contó Mónica, su esposa. No obstante, a fines de mayo intercambiamos nuestros últimos. En el suyo me detallaba sus cuitas y se alegraba de haber leído el mío. De paso me anunciaba que ese próximo 12 de junio le harían un homenaje en Zaragoza. Fue lo último que me contó antes del fuerte abrazo con que se despidió.

Lo recuerdo con sus lentes redondos estilo Lennon, su barba rala, el chaleco de fotógrafo o explorador que llevaba con porte casual y algún sombrero o gorra para protegerse del frío o el sol. Siempre con libros en la mano y esa sonrisa asombrada que revelaba inteligencia y bondad a la vez. Comentaba sus proyectos con el entusiasmo del que recién empieza, pese a que su trayectoria incansable lo cargaba de sobradas realizaciones en todos los campos de las letras. Su memoria prodigiosa le permitía evocar autores, obras, anécdotas y vivencias que enriquecían la conversación. Pero, por sobre todo, sabía escuchar y disfrutar de la sobremesa que, tras un almuerzo, se prolongaba con el moroso indagar sobre todos los temas tratados con la amenidad de siempre.

Lejos y cerca, tal ha sido la presencia de Aínsa como amigo de los que habitan el otro lado del océano. Quizá esa condición de distancia y a la vez de cercanía, haya determinado el enriquecimiento del vínculo. Textos cruzados, encuentros aquí y allá, el ir y venir de cartas y luego mails, el respeto, la consecuente estima y ahora una sensación de vacío que esta semblanza no mitiga.

Hasta siempre, Fernando.

 Hugo Burel


GRACIAS POR ACEPTAR nuestras cookies, son simplemente para las estadísticas de visitas en Google.

Ver política de cookies
 
ACEPTAR

Aviso de cookies
Ir al contenido