A Miguel Labordeta
A ti que los dioses te han entregado ya todos los secretos
a ti que eras de sol y de búsqueda,
de volcán y de estertor de paloma.
¿Te has ido? ¿Te has ido de verdad?
¿O nos devuelves a través de tus hermanas
las estrellas, toda la profundidad
de tus partículas infinitas?
Sabemos de ti por nuestros bolsillos llenos
y cuando la amapola ruge ante la necesidad de la piel
y los árboles regurgitan sombras incandescentes
en silencio, cuando la oscuridad alcanza
lo inefable.
Si nos fijamos en la minúscula letra bajo el universo
aparece tu voz cansada de mediodía,
los labios que fueron dulce escapada
ansiando la libertad de lo perdido.
En medio de la nada, el tragaluz de tu ventana
el vértigo de los enamorados,
la sangre de poeta entre los barrotes de la carne
y una necesidad de despertar entre los dientes.
Buscar la tempestad en lo cotidiano,
escuchar las voces de las vidas pasadas
o quizás, ese lejano murmullo que acallamos
con un buen banquete de manos y versos.
Inventamos raíces para descender a la nada,
soñamos velas para atravesar el graznido
del viento.
Como el granizo se derrama a golpes el tiempo,
y se deshace en nosotros para descubrirnos
que solo somos agua;
o ni siquiera agua
una vasija de sal con agujeros.
Miente el reloj, mienten las saladas horas,
mientras tú te rompes en pétalos de carne mortal
y la sabiduría de tus células
se apaga, para no brillar en demasía.
Quizás este mundo de carbón y miedo
atenazó tu silencio, y nos dejaste dormidos
sin tu esencia, sin poder hablarte del amor
que regalas en las bocas de tu tiempo.
Hermoso ámbar que miraste el caleidoscopio
del juicio final, para sacar tus manos del cieno
y ser junco amargo que admiramos a lo largo del río.
Sofía González Millán