por Jorge Carrión

The Good WifePartamos de una escena de la serie judicial The Good Wife. Segundo capítulo de la tercera temporada. Will Gardner, uno de los protagonistas, discute con un abogado inglés. Tratan de intimidarse mutuamente. El británico dice: “Cómo quiero a los yanquis, sois tan fáciles de distraer, con nuestro acento, con nuestro té, con nuestras pelucas blancas…”. “Y Benny Hill, no olvides a Benny Hill”, ironiza Will. “Pero yo no soy la Inglaterra del Big Ben y los bobbies“, prosigue el adversario, él dice pertenecer a la Inglaterra “de los hooligans y de Jack el Destripador”. Es decir, a la Inglaterra de los cómics de Garth Ennis (The Boys) o de Alan Moore (From Hell); y de series como Luther o Misfits. La Inglaterra canalla. “Cuando quieres intimidar a alguien, no usas tantas palabras; la intimidación no es un soneto”, le responde Will. Shakespeare le hubiera soltado entonces aquel verso de Enrique VI: “matemos a todos los abogados”. Pero tal vez sea más interesante lo que dice el abogado británico para terminar la conversación: a ustedes, los yanquis, les encanta “su american drama”. Contrapone la violencia de los hooligans y de los asesinos en serie, los herederos de los atropellos y las masacres de las tragedias de Shakespeare, a ese concepto menos rígido, el del “drama americano”, cuya historia, por estar ligada a Hollywood, es más cinematográfica que teatral. El drama se encuentra entre la tragicomedia y el melodrama, y apela a los sentimientos del espectador siguiendo un patrón de sentimentalidad puramente estadounidense.

Esta escena de The Good Wife ilustra a la perfección la distancia entre universos narrativos: entre el universo dramático del teatro isabelino, con Shakespeare en su centro, y el universo melodramático de la serialidad televisiva contemporánea, sin centro definido. La distancia entre dos tipos de representación que no pueden ser pensados sin sus materias específicas: la palabra, el escenario, el cuerpo de los actores, por un lado; la palabra, la grabación, el televisor, por el otro. Es obvio que se pueden encontrar muchos elementos de coincidencia, muchos rastros de la presencia de Shakespeare en los argumentos, los personajes, los conflictos de las series actuales. Por ejemplo, el esquema narrativo de Hamlet (hijo, padre muerto, madre viva amancebada con el tío, reino o empresa común) es fundamental en Hijos de la anarquía. Y el fantasma del padre muerto aparece en A dos metros bajo tierra y en Dexter. Y la protagonista femenina de Boardwalk Empire se puede leer como una vuelta de tuerca a la ambición de Lady Macbeth (su sombra recubre también el personaje de Carmela Soprano o el de Skyler, de Breaking Bad). Y los monólogos de Deadwood entroncan directamente con esos monólogos cómicos de Mucho ruido y pocas nueces y con los monólogos trágicos El Rey Lear, un recurso no demasiado frecuente en la teleserialidad, pero sí usado en Deadwood, una obra profundamente shakespeariana, en que se mantiene muy claramente la frontera entre los personajes nobles y los vulgares, con el fascinante Al Swarengen como intermediario (que como tantos otros personajes shakesperianos también tiene su lejano referente real, en esa tensión entre Ficción e Historia que nos acompaña al menos desde Homero). Todo eso es obvio, pero es más interesante, siempre, pensar en la diferencia.

Juego de Tronos

Si hay una serie donde están presentes todos los elementos que vinculamos con al canonicidad de Shakespeare (exploración de las bajas pasiones, un ambiente entre medieval y moderno, creación de personajes poderosos que encaran con ambivalencia características arquetípicamente humanas, conflictos inolvidables, ruido y furia, uso genial del monólogo, innovaciones formales, etc.) esta es Juego de tronos. Una serie concebida, al igual que el original literario, como una red de historias y personajes, una red sin centro –como toda red. La energía de la Historia. Porque G.R.R. Martin no sólo ha construido un mundo, sino que lo ha dotado de una cronología y de una mitología, los dos factores que convergen en la Historia. Una Historia que, aunque tenga a la guerra como motor de cambio, pues ese es el modo en que se suceden los monarcas en el Trono de Hierro, se nos muestra sin épica. O sin la épica, al menos, de los cantares de gesta y del cine bélico norteamericano, en que la batalla es descrita en los pormenores de la carnicería. Porque en Juego de tronos las batallas están en elipsis. Esas elipsis brutales, acompañadas de continuos cambios espacio-temporales, no podían estar en Shakespeare, porque son herederas de la novela moderna, sobre todo de la posterior al siglo XIX. Tampoco la sexualidad sin tabúes y la experiencia palaciega atravesada por la metropolitana, fundamentales en Juego de tronos, las encontramos en el bardo inglés. Pero lo que, sobre todo, no podemos encontrar en aquellas tragedias y comedias de los siglos XVI y XVII es la ausencia de un héroe, de un protagonista. Como otras obras cinematográficas y seriales de nuestro cambio de siglo (Short Cuts, Magnolia, The Wire), Juego de tronos –tanto la serie novelística como la televisiva– renuncia a una figura protagónica. Los protagonistas, de hecho, van siendo decapitados. Lo que importa es la dinámica de la historia. Esa energía latente que en Shakespeare se encarnaba y que en la obra de Martin, en cambio, atraviesa a los actores y los sobrevive.

No me interesa cómo pervive en ella, insisto, el “espíritu” de Shakespeare, por tanto, sino qué hay de diferente. En la materia. En la arquitectura. Y eso nos lleva tanto a esa estructura en red como a un fenómeno que Shakespeare hubiera sin duda explorado, de existir en su época, porque pocos renacentistas entendieron como él la importancia que para los seres humanos tiene el espectáculo. Juego de tronos fue primero una serie de novelas, ahora es una serie de televisión, una serie de cómics, y varias plataformas en internet. Es ficción cuántica o, si se quiere, transmedia.

En el capítulo sobre Matrix de Convergence Culture, Henry Jenkins cita a Pierre Lévy, para hablar de la “obra artística” como de un “atractor” o “activador cultural”, que pone en marcha “su desciframiento, especulación y elaboración”, obras que tengan la suficiente “profundidad para justificar esfuerzos a gran escala”. Es decir, obras con multiplicidad de lecturas, que apuesten sin ambages por la complejidad. Obras, de hecho, como el Quijote o el Ulises, es decir, capaces de estimular la inteligencia colectiva durante décadas o siglos, para ir encontrando en ellas nuevos mensajes. Las comparaciones son mías, no las menciona Jenkins. Él, en cambio, define así la “historia transmediática”:

“se desarrolla a través de múltiples plataformas mediáticas, y cada nuevo texto hace una contribución específica y valiosa a la totalidad. En la forma ideal de la narración transmediática, cada medio hace lo que se le da mejor, de suerte que una historia puede presentarse en una película y difundirse a través de la televisión, las novelas y los cómics; su mundo puede explorarse en videojuegos o experimentarse en un parque de atracciones. Cada entrada a la franquicia ha de ser independiente, de forma que no sea preciso haber visto la película para disfrutar con el videojuego y viceversa. Cualquier producto dado es un punto de acceso a la franquicia como un todo. El recorrido por diferentes medios sostiene una profundidad de experiencia que estimula el consumo. La redundancia destruye el interés de los fans y provoca el fracaso de las franquicias. La oferta de nuevos niveles de conocimiento y experiencia refresca la franquicia y mantiene la fidelidad del consumidor”.

El problema, que está siendo pensado entre otros por Vicente Luis Mora, es el de la erosión. Si escribes en Google “Matrix official site” te encuentras con el vacío. Es decir, la página web del proyecto Matrix, el lugar desde donde todos los relatos podían ser interpretados, ha desaparecido. Si vamos a la página oficial de Mad Men que ostenta ese rol deMad Men centro de interpretación, la “comunicación” de la “obra” hace énfasis en la dimensión “artística” (y todas estas palabras hay que entenderlas entre comillas, en un contexto industrial). Son particularmente interesantes, además de la guía de cócteles de los años 60, los juegos. Sobre todo los de “Mad Men yourself”, una reapropiación comercial del arte popular de los fans. Si vamos a la página de Amazon, veremos que “Roger Sterling” es un autor, con un libro publicado. La ficción cuántica se da en universos paralelos, de la ficción invade la realidad. De la serie a la web a los anaqueles de la librería. Por supuesto, es márquetin. Por supuesto hay una intención comercial detrás del desafío o la broma. Por supuesto, la estrategia se relaciona con los blogs de personajes, en que la vida (ficcional) de éstos cobra una nueva dimensión. Pero va más allá porque la serie Mad Men es una obra de arte.  La web sólo trata de multiplicar las lecturas, los sentidos de una obra que, cuando haya sido terminada, leeremos en primer lugar como un texto autónomo. Es decir, como leemos el Ulises, aunque las notas a pie de página o las cartas que escribió Joyce nos ayuden, en segundo término, a dilucidar interpretaciones posibles.

Por supuesto, existe un debate terminológico sobre cómo llamar a la transmedia. Richard Saint-Gelais habla de “transficcionalidad”, como interpenetración de intertextualidad y intermedialidad. Thierry Groensteen o André Gaudreault prefieren el término “transescritura” para explorar el trasvase de materiales ficcionales de un medio a otro. Dolezel habla de “transducción”, para tratar  versiones que no son meras “traducciones”, sino una “reescritura”, en que existe una “transposición, expansión y desplazamiento”. Obra expandida. Obra reimaginada.  Concepción Cascajosa ha estudiado casos particulares y no trillados, como el de Drácula de Bram Stoker (1992), versión cinematográfica de la novela clásica, y punto de partida de un cómic y de una nueva novela (irónicamente: porque el film se publicitó precisamente haciendo hincapié en la fidelidad al original). En teoría del videojuego se habla de “espacios evocativos”: el jugador activa su recuerdo al penetrar en un espacio codificado por la tradición, que ha sido alterado, a veces radicalmente (por ejemplo en American McGee Alice, en que el mundo de Alicia es infernal y ella, tras salir de un psiquiátrico, regresa a él para vengarse).

En el contexto del proyecto narrativo en que trabajo, la tetralogía Las Huellas (compuesta por Los muertos, Los huérfanos, Los turistas y Los difuntos), cuando decidí incluir esa discusión en mi ensayo Teleshakespeare, opté por darle dimensión semántica a un concepto que recoge los ecos de todos los mencionados en el párrafo anterior: la ficción cuántica. Aunque para mí fuera más un marco teórico de mis propias ficciones que una propuesta para entender las ficciones de otros, con la expresión ficción cuántica quería definir un tipo de proyectos artísticos de nuestra época que, conscientemente, se dan en varios niveles simultáneos o universos paralelos. En varios lenguajes. A menudo la interpenetración, como en las series, sólo puede entenderse gracias a Internet. El maestro en ese tipo de trabajo es  J.J. Abrams (tengo para mí que el Shakespeare de hoy sabría crear estrategias narrativas y publicitarias como las suyas y escribir los guiones de Aaron Sorkin o de David Simon). Pero con ficción cuántica quería referirme también a otro tipo de obras artísticas que no siempre se pueden explicar a través de la red. Pienso en las obras maestras de Alan Moore, Joan Fontcuberta o Mark Z. Danielewski, cuya complejidad filosófica y narrativa recurre al texto, el dibujo, el cómic, la fotografía, el ensayo, el documental audiovisual y otras formas de expresión para materializarse.

Mis personajes Mario Alvares y George Carrington, protagonistas de Las huellas, piensan el arte del siglo XXI en esos términos transversales y multidimensionales. Tengo la sensación de que casi todos los ensayos, artículos y conferencias que he escrito durante los últimos años no han sido más que probaturas para entenderlos.


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