SIN DARSE CUENTA
Alix Rubio Calatayud
Un día, de repente, doña Teresita se murió. Así, sin darse cuenta. Suspiró, cerró los ojos, y pasó de Este Mundo al Otro sin sufrir ni enterarse. Si doña Teresita hubiera podido elegir el momento y el lugar de su fallecimiento no hubiera sido ni así, ni allí. Eran las tres de la tarde. Nunca iba a la peluquería los martes; pero ese martes, justo ese martes veinte de octubre del año mil novecientos noventa y dos de la Era Cristiana, su amiga Nini había organizado un té a las cinco, hora muy británica o muy taurina, según quién hablase. Nini, es decir, Victoria Eugenia Nicolasa, educada en Londres y viuda de un inglés de pro, tenía aquellas manías de vieja dama que la asaltaban esporádicamente. A veces no recordaba si había almorzado, pero no olvidada que había sido presentada en Buckinham ni qué le dijo Su Majestad el rey Jorge: “Bella española”. Por eso, a veces le daba un aire palatino y anticuado que la retrotraía a sus años de juventud y de esposa de un diplomático, y organizaba un té el mismo día según se levantaba de la cama. Doña Teresita era una apasionada de la tauromaquia, tema tabú en los tés improvisados de su amiga porque a Nini, es decir, Victoria Eugenia Nicolasa, le horrorizaban las corridas de toros. Doña Teresita, pues, concertó rápidamente una cita en la peluquería. Por supuesto le dieron hora pero ella supo que no iba a salir bien en cuanto llegó. Paqui, su esteticista favorita, tenía libre aquel martes. Así que tuvo que conformarse con que otra chica, muy joven, se ocupara de la manicura y pedicura. Y para colmo de males su peluquero preferido, el que ella consideraba como si fuera suyo en exclusiva, se había esguinzado una muñeca y estaba de baja. Doña Teresita supo que nada podía salir bien aquel martes aciago. Lo supo todo, excepto que se iba a morir. Le encantaba “su” peluquero. Jerónimo. Tenía nombre de indio y aspecto de dios vikingo. La besaba en la mano ceremoniosamente y trataba su pobre cabello envejecido como si fuera el de Rapunzel. Jerónimo le recordaba a su primo Alberto. Albertito. El amor de su vida. Su amor imposible. En aquellos años ella era una muñeca de porcelana, rubia y de ojos azules, y no sabía ni entendía qué enfermedad extraña tenía su primo. Qué problema mental hizo que lo apartaran de la familia y lo llevaran a un sanatorio. Le costó un tiempo entenderlo. No estaba enfermo ni loco, simplemente era homosexual, gay, y lo escondieron para que no los avergonzara. Albertito era ingenioso, culto, dulce y cariñoso. Ella le amaba. Él a ella, no. No así. Su padre le pilló en los establos con Juan, el chico que se ocupaba de limpiar los caballos. A ella le contaron que Juan había robado y vendido una silla de montar. Respecto a su primo, le oyó gritar cuando le subían al coche para conducirlo al sanatorio. Y se convenció de que únicamente un demente podía gritar así. Cuando supo y entendió, lloró a escondidas por su amor imposible y perdido y decidió no casarse nunca. El marquesito de Los Abedules pidió su mano. Doña Teresita se negó rotunda y firmemente a comprometerse con él. Ni con él ni con nadie. Así llegó aquel martes veinte de octubre de mil novecientos noventa y dos de la Era Cristiana. Doña Teresita, ochenta años de virginal soltería, suspiró, cerró los ojos, y sin darse cuenta se murió. Pasó de Este Mundo al Otro sin sufrir ni enterarse.
En el jardín de la Residencia, un anciano abrió el periódico de la mañana y se ajustó las gafas. No veía bien, le temblaban las manos, y un hilillo de saliva le caía de una de las comisuras de la boca. Calvo, delgado, apático y desinteresado excepto para el periódico. Pasó las hojas trabajosamente y sus ojos cansados y llorosos se posaron en una esquela: Doña Teresa Isabel del Pilar de Cepeda y Cervantes-Calderón, última marquesa de Campoverde, había fallecido a los ochenta años de edad el martes a las tres de la tarde. No tenía deudos ni familiares, pero sus amigas rogaban oraciones por su alma. El entierro se celebraría aquella misma tarde, miércoles veintiuno de octubre de mil novecientos noventa y dos a las cinco de la tarde. El anciano dejó que las lágrimas inundaran sus ojos y resbalaran por sus mejillas. Teresita había muerto. Comenzó a llover. Una atenta enfermera se acercó al anciano y empujó su silla de ruedas.
-Vamos dentro, don Alberto, no se vaya a enfriar.