Aquel día había sido duro. Se encontraba muy cansada pero aún no quería entrar en su casa. Desde que murió su marido, a pesar de los secretos descubiertos, la soledad del dormitorio la abrumaba y prefería llegar con el tiempo justo para prepararse una tortilla, una ensalada o algo de pescado para cenar. Se quedaba un ratito en el sofá viendo alguna de serie de médicos, que le encantaban, y se iba a dormir justo en el momento en que sus ojos empezaban a cerrarse.

Su trabajo como administrativa en una empresa de construcción le proporcionaba un dinero muy necesario para su situación. La pensión de viudedad había resultado ser “una porquería”, como le recordaba su hermana Pepa un día sí y otro también. Su difunto marido, una bellísima persona, inteligente y buen gestor de su empresa, había cotizado lo mínimo posible y dada la prontitud en que había dejado este mundo no le llegaba ni “para pipas”. Además, Elvira descubrió que todo el capital que podían haber acumulado a lo largo de su matrimonio había desaparecido misteriosamente… y aparecido en las cuentas corrientes de varias mujeres de dudoso oficio.

–Pero, ¡qué oficio dudoso ni qué narices! –gritó su hermana Pepa cuando se descubrió el pastel–. ¡En putas! ¡Que se ha gastado la pasta, tu pasta, en putas! ¡Será mamonazo!

Elvira se secó con un dedo una lágrima diminuta que empezaba a asomar por su ojo izquierdo. ¡Con lo que había querido a ese hombre! Por lo visto, llevaba varios años practicando la infidelidad con profesionales del sexo y el patrimonio había ido menguando mientras ella no se enteraba de nada.

Así que, cuando en el banco le detallaron el resultado de sus finanzas, decidió volver a trabajar. Desentumeció las falanges de sus dedos, se puso al día con la contabilidad en una academia cercana a su domicilio y encontró trabajo a la segunda. No esperaba conseguirlo tan pronto pero los buenos hábitos no se olvidan y en la empresa vieron un gran potencial a pesar de la edad que rondaba el medio siglo a falta de tres años. Ya llevaba varios con papeleos, documentos y facturas y ambas partes estaban muy satisfechos con los resultados.

Y ahí estaba Elvira, en la parada del autobús con los ojos húmedos y sin decidirse a cogerlo. “Me voy a dar un paseo por el barrio”, pensó. “No. Mejor me quedo por el centro y veo escaparates”. Era una de sus grandes aficiones aunque no fue compartida con aquel hombre, origen de aquel sentimiento de fracaso que arrastraba y no curaba.

Se paró delante de una conocida tienda de moda y a la que nunca entraría; los precios que se anunciaban en letra pequeña impresos en unas tarjetas más pequeñas todavía eran demasiado grandes para su modesta economía. Pero lo cortés no quita lo valiente e indagó en los recuerdos de su armario para ver cómo podría conjuntar lo que tenía según las piezas que mostraban los maniquíes sin cabeza. Tenía un pantalón negro y una estupenda camisa de rayas que nunca había pensado en combinar. “Perfecto”, exclamó en sus pensamientos, “mañana me los pongo”.

Caminó acera abajo para comprobar con alegría inesperada que una de sus tiendas de zapatos favorita e inalcanzable liquidaba las existencias por cierre. Abrió los ojos, apresuró el paso y apuntó su mirada hacia las dichosas cartulinas que siempre le impedían comprar.

Confirmó con ilusión desaforada, que pudo reprimir a tiempo antes de que el resto del planeta la oyera exclamar de júbilo, que podía permitirse comprar un par. No dudó ni un segundo y entró en el establecimiento donde varias mujeres parloteaban a un tiempo sobre números de pie y modelos a la dependienta que intentaba contentar a todas a la vez.

Esperó su turno con la delicadeza que la caracterizaba y se interesó por varios pares de colores diferentes con la esperanza de que tuvieran su número. Salió del local con unos estupendos mocasines de piel verde, más contenta que un “chaval con zapatos nuevos”. Rió la ocurrencia puesto que en realidad era eso lo que había ocurrido aunque su edad sobrepasara bastante la de la famosa expresión y decidió tomarse un café con leche en un local cercano y al que nunca se le hubiera ocurrido entrar.

Estaba muy contenta y, dado que el frío no había llegado todavía a incordiar los cuerpos, se sentó en una mesa de la calle.

El camarero le sirvió la bebida caliente tal y como había solicitado. Sabía que no en todas las cafeterías sabían hacerlo. Le gustaba saborear con calma y en ello estaba cuando un hombre le pidió asiento a su lado.

–¿Me permite, señora? –el varón consiguió que las pupilas de Elvira dilataran más de lo que ella hubiera querido–. No hay sitios libres y me gustaría tomarme un café. Yo le invito por la molestia, si no le importa.

Ella miró a un lado y a otro para comprobar que, efectivamente, no había un solo hueco en toda la terraza. Todas las mesas estaban llenas y la única con sillas libres era la suya.

–¡Oh! –exclamó para tener tiempo para pensar–. Puede sentarse. Pero no es necesario que me invite, gracias.

Después de agradecer el permiso el hombre comenzó a compartir con ella su duro día de trabajo como dependiente en un tienda de ropa masculina. Elvira compartió su cansancio y las confidencias se fueron alternando hasta el divorcio de su acompañante de mesa, carente de hijos como ella.

–¿Suele venir a tomar café a este bar? –preguntó él con un tono de voz diferente y una mirada que lo decía todo.

–Me he dejado llevar por el destino –contestó ella con una sonrisa de oreja a oreja.


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