Había oído hablar de las sirenas, era un rumor habitual en las conversaciones.

Se decía que eran bellas mujeres, seres anfibios de largas pestañas, que habían huido del océano para vivir en los ríos. Eran seres peligrosos, su canto era tan embaucador que si escuchabas su letanía, podías entristecer.

Todo el mundo había escuchado hablar de las sirenas, pero nadie las había visto. Se decía de ellas que quedaban pocas, como las ballenas o los linces, y que los últimos ejemplares se escondían en nuestro río. Yo observaba los límites del cauce con curiosidad o fijaba la vista en el remolino mortal que nacía en el agua, pero ni rastro de una cola iridiscente o un destello de ojos brillantes.

Una noche, en el ocaso, con el sol escondiéndose anaranjado, escuché un sonido envolvente. Me asomé a la balaustrada del puente, reconozco, con cierta cautela, y distinguí entre las aguas una brillante cola de pez. Escalé al pretil y entonces la vi asombrado. Era una sirena, de ojos tristes, que pronunciaba mi nombre con una voz extravagante. Volé hacia ella atraído, y comprendí horrorizado, porque todo el mundo había oído hablar de las sirenas, pero nadie había visto ninguna.


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