—Empiezo a creer que no debimos iniciar este juego. Y aún estamos a tiempo para no continuar con semejantes burlas. Considero, querido esposo, que estamos yendo demasiado lejos. Debéis revocar la orden que habéis dado a los criados sobre la forma en que han de tratar a ese pobre loco y a su escudero.
Quien hablaba era doña María, joven segunda esposa del duque de Villahermosa. Se estaba dirigiendo a su marido, un septuagenario que mientras la escuchaba se aferraba con ambas manos al arambol de la amplia escalera principal para no caer mientras el matrimonio iba descendiendo desde sus aposentos hacia la sala donde se había dispuesto la mesa para una cena temprana. Abajo, en el patio, les esperaba un eclesiástico amigo de la casa. Los tres entraron en un bonito comedor a través de cuyo ventanal podía verse un jardín de trazo italiano. En la mesa, amplia, una elegante vajilla dispuesta para cuatro comensales. Mientras los tres permanecían de pie esperando a que el maestresala les anunciara la llegada de su invitado, la duquesa continuó haciendo saber al duque sus reparos:
—¿No creéis que esa broma del caballo de madera que habéis concebido está próxima a la crueldad? Podría lastimarse alguno de los dos. El de la Triste Figura todavía está dolorido de la costalada que se dio hace diez días al trabársele el pie en el estribo cuando quiso descabalgar para postrarse ante mí y ante vos, al regreso de nuestra cetrería. Y no me parece que esté el hombre para muchos trajines. Las doncellas que le atienden a diario en la alcoba dicen que nunca habían visto un cuerpo tan enteco y depauperado.
—Es un entretenimiento inocente, mujer, que por otra parte mis dineros me cuesta —se justificó el duque—. Aquí, en Pedrola, en estos parajes rústicos a más de cinco leguas de Zaragoza, alejados como estamos de la corte, el aburrimiento es peor que las tercianas o que la gota. ¿Qué malicia puede haber en que tratemos a ese atolondrado como a un caballero? Soy cortés con él. Esta mesa está dispuesta para que nos acompañe, y pienso ofrecerle la silla de cabecera como he venido haciendo durante la semana y media que lleva como nuestro huésped. Voy a darle a su escudero el gobierno de la ínsula Barataria, aquí al lado, en Alcalá de Ebro. Ahora mismo estamos esperando a que él salga de la alcoba donde le hemos acomodado y tan pronto como se nos anuncie su llegada nos acercaremos hasta la puerta de esta estancia para recibirle. Nunca se habrá visto en otra.
—Pero le hacemos vivir una ficción, un engaño. Tanto él como su escudero me han parecido personas simples que no merecen ser objeto de humillaciones…
Intervino el clérigo, dirigiéndose a ella:
—¿De qué humillación habláis, doña María? Muchos quisieran tales humillaciones. Pensad que estáis dando a ambos, y sobre todo a ese de la Triste Figura, o de Los Leones, o como se llame, la ocasión de sentirse por fin protagonista de esa historia que anda impresa desde hace un tiempo y en cuyo título se hace referencia a un ingenioso hidalgo; una historia que yo, por decoro, no he leído ni pienso leer, pero cuyo meollo conozco como lo conoce ya toda España. Está en la esencia misma del carácter español, señora, que todos seamos o sanchos o quijotes, y nunca estamos más en nuestro pellejo que cuando tenemos ocasión de meternos en ese papel. No veo humillación en disponer las cosas con tal apariencia que ese trastornado pueda creer que se hacen realidad sus sueños. Vuestro esposo tiene razón. Muchos quisieran estar en su lugar. ¿Qué tiene de malo?
El duque miró agradecido al eclesiástico en quien siempre tenía un cómplice. Pero la duquesa no parecía dispuesta a ceder:
—No sé… —titubeó—. No me resulta fácil explicarlo, pero no comparto ese dicho, que empieza a ser común desde que ha aparecido esa novela, de que los españoles somos lo uno o lo otro: quijotes o sanchos. Veréis: yo considero que el primero de esos perfiles, el de Quijote, corresponde a personas generosas, desprendidas, con un alto espíritu de sacrificio, prontas a ayudar a quien lo necesita sin prestar ninguna atención a su propia comodidad o a su propio provecho. Es gente desinteresada, idealista, soñadora… En cuanto al segundo perfil, del que se dice que es el que más abunda en España, corresponde al de Sancho: Yo he congeniado muy bien con Sancho y he escuchado de él, durante estos días, sentencias muy sabrosas. Es un hombre nada idealista ni soñador, enemigo de las complicaciones, persona práctica, sencilla, discreta, apegada a la tierra y a la costumbre. Pero insisto: ambos son buenos, sin doblez ni trampa.
El invitado a quien se esperaba seguía sin aparecer y el entrecejo de los dos hombres se iba frunciendo a medida que hablaba la duquesa.
—¿Y bien, doña María? —dijo el eclesiástico—. ¿Adónde queréis ir a parar?
—Lo que quiero decir es que si una mano sabia, sobrenatural, se pusiera a hacer selección y recuento de cuantas personas habemos en España, como quien limpia lentejas, y fuera poniendo en un montón los sanchos y en otro montón los quijotes, al final de ese recuento los montones de españoles de ambos perfiles serían más bien menguados, muy menguados en contra de lo que se cree. Sin embargo habría un tercer montón enorme, un tercer perfil, donde estarían, o estaríamos, las gentes taimadas, maliciosas, astutas y pícaras.
—¿Os podéis explicar mejor, querida esposa?
—Trataré de hacerlo. Veréis…
—¡Ya baja, señor, ya baja! —se asomó a la puerta el maestresala.
Don Quijote estaba llegando ya a los peldaños inferiores de la imponente escalera cuando los duques se acercaron a recibirle, tal como habían hecho en todas las jornadas anteriores. El porte del hidalgo era solemne y su semblante el de un hombre sosegado y seguro. Vestía las ropas que las doncellas de la casa le habían proporcionado el primer día: capa escarlata y montera de raso verde, con correaje al hombro para portar la espada. Se lavó las manos en un aguamanil e hizo una reverencia de saludo a los duques. Fue menos ceremonioso con el eclesiástico, probablemente porque recordaba la forma en que éste le había tratado durante la primera jornada en aquel palacio de Pedrola, llamándole tonto, sandío y alma de cántaro y reprendiéndole de una forma destemplada.
Durante la cena, con la duquesa en silencio, el anfitrión predispuso a don Quijote para que asumiera de buen grado el protagonismo del acontecimiento que iba a tener lugar tan pronto como anocheciera, y concluidos los postres salieron todos al jardín iluminado con antorchas y en cuyo centro unos criados acababan de colocar un caballo de madera con una clavija en el cuello.
La reticencia de Sancho para embarcarse en aquella empresa fue disipada por la fe ciega de don Quijote:
—Quien de tan lejanas tierras envía por nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria que le puede redundar de engañar a quien de él se fía.
Estas palabras provocaron un impacto en el ánimo de la duquesa, que dirigió a su marido una mirada con la que parecía estarle diciendo: ¿Lo veis? ¿Lo oís? Lo de la poca gloria va por nosotros; por los pícaros que les estamos engañando para nuestro divertimento, aunque endulcemos el engaño; por los que formamos parte de ese tercer perfil.
Ya montaban amo y criado, con los ojos vendados, a Clavileño. Sancho temblaba de miedo. Pidió un cojín porque la madera le hacía daño en las posaderas, pero no se lo dieron. Todavía tuvo el gesto de destaparse un momento los ojos. Estaba llorando mientras suplicaba a cuantos presenciaban la escena que rezaran por su señor y por él.
—Vamos, Sancho —se impacientaba don Quijote que, exultante de júbilo, buscaba a tientas la clavija con la que se disponía a poner en marcha aquella maravillosa máquina de madera—. La gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer malicia alguna.
Nadie de cuantos presenciaban la escena podía contener la risa.
—No me aprietes tanto, Sancho, que me derribas —decía don Quijote de buen humor—. Aunque en todos los días de mi vida había subido en cabalgadura de paso tan llano. Destierra, amigo, el miedo, que la cosa va como ha de ir.
Respiraba el hidalgo a fondo con gesto triunfal, glorioso. Era feliz, como lo era, pasado ya el primer susto, su fiel escudero sentado en aquellas ancas de madera y sujetando con fuerza la cintura de su amo.
—Ya debemos estar llegando a la segunda región del aire, Sancho. Adonde se engendra el granizo y las nieves…
—Y nosotros aquí —pensaba la duquesa mordiéndose los labios.
—Enseguida —seguía fantaseando don Quijote— llegaremos a la tercera región, donde se engendran los truenos, los relámpagos y los rayos. Y si es que de esta manera vamos subiendo, pronto daremos en le región del fuego.
De pronto don Quijote palpó el cuello de Clavileño y dijo:
—El caso es que no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos hasta donde nos abrasemos…
—¡No lo hagáis, esposo, no lo hagáis! —suplicó doña María al duque—. Dejadles seguir volando. Dejadles seguir siendo niños felices.
Pero el duque desoyó el ruego. A una orden suya los carpinteros que habían construido el caballo prendieron fuego a la cola y aquel artefacto se descompuso y estalló con gran estrépito de cohetería, dando con los cuerpos de don Quijote y Sancho por el suelo, contusionados y chamuscados.
Pero doña María ya no estaba allí. Se había retirado en soledad al patio de palacio y permanecía casi a oscuras apoyada en una de las bellas columnas dóricas que sostenían la galería del bonito palacio de Pedrola. Pensaba en aquella pareja de párvulos que, en los diez días que llevaban en su casa, se le habían metido en el corazón. Trataba de disipar una lágrima mientras murmuraba una plegaria:
—Incrementa, Señor, los quijotes y los sanchos, y haz que vaya menguando en España ese tercer perfil extendido como la mala hierba.