Teruel es un abismo infinito, cálido y luminoso. Está lleno de Cuatros, que tienen como número favorito un 38. También hay Unos, Doses, Treses, Cincos, Seises, Sietes, Ochos y Nueves, pero no guardan ningún orden. No hay ningún dios que los enfile y campan a sus anchas entre el Viaducto, el Ensanche y la Catedral.
Todo el mundo se sueña en Teruel tal y como le gustaría ser, pero va a hacer realidad sus sueños a Zaragoza y, claro, se desvanecen. Los sueños solo sobreviven en lugares que no existen. Pero yo lo hago todo al revés. Tuve un mal sueño de mí mismo en Zaragoza y me desperté de él en Teruel.
Llego a Teruel desde los abismos tenebrosos, porque aquí los abismos, necesarios e inherentes en la vida del hombre, son de otra manera. No son negros, hondos ni unidireccionales hacia abajo; son abismos expandidos, absolutos, que abarcan todo el espacio; no tienen olores, ni colores ni puntos cardinales. Y, además, aquí no ejercen los psiquiatras. No existe la tierra firme ni las cuentas de contar. Solo se cuentan cuentos.
Los números, que campan a sus anchas por todo el territorio, no contabilizan partidas ni haberes o deberes; no son ordinales ni ordinarios; son números cardinales, son nombres propios, prototipos únicos que se desenvuelven sin complejos, sin cortapisas ni convencionalismos; tal cual son ellos se asientan en la Escalinata y en los bancos del Paseo del Óvalo. Los trenes que llegan a Teruel atraviesan túneles que dejan de repente los vagones sin luz, aunque en ellos nunca viaja ningún francés.
Estoy en Teruel por fin. Constato que la única prueba fehaciente de su existencia es la palabra de gentes que he conocido antes de venir aquí, que decían ser de Teruel, haber vivido en Teruel o haberlo visitado. Todos aseguraban haber sido felices en este lugar. Por lo demás, es un punto y aparte fuera de los mapas.
Antes de que no existiese Teruel oficialmente, cuando era yo era un niño pequeño, cuando Franco y todo eso, parece que existía porque allí se perdían misteriosamente personas marcadas con unas determinadas características, como ladrones, asesinos, locos, gentes con discapacidad, ancianos… «Pobre —cuchicheaban los vecinos de mi pueblo, un lugar perdido en las cuencas mineras de la provincia—, se lo han tenido que llevar a Teruel». Indistintamente se referían al caso así: «Lo han ingresado en Teruel», ya fuese el viejo al asilo o el delincuente a la cárcel. Pero no. Me falla la memoria. No decían ingresar sino encerrar. (¿Encerrar o enterrar?).
Los encerraban en Teruel para hacerlos desaparecer impunemente de las vidas de sus parientes, de sus amigos, para que no molestasen en el vecindario, para que dejasen de existir definitivamente y se perdiesen en el olvido.
Quizá fue a fuerza de acoger tantos olvidos que la ciudad misma se trocó en olvido y dejó de existir hasta que la reivindicó la plataforma Teruel Existe. A mi entender sin demasiado éxito. Sospecho que hay muchos intereses creados y secretos entre sus moradores para que siga así.
Hasta los turistas que llegan a Teruel, pensando que existe por eso de El Torico, el Mudéjar y los Amantes, enseguida perciben algo extraño en el ambiente. Los sutiles movimientos de los transeúntes o los ojos de algunos de ellos, que solo miran hacia dentro, como si hubiesen echado el cerrojo en sus párpados, provocan en los visitantes la impresión de estar en otro planeta, de haber trascendido a una nueva dimensión. Se sienten raros, pareciera que flotasen. Es un hecho: ponen un pie en Teruel e inmediatamente pierden peso específico.
La mayoría de ellos, en un intento por desechar esta sensación, se lanzan precipitadamente a disparar fotografías de calles, edificios y personas, considerando que la captura de las imágenes de la ciudad y el ejercer de turistas al más puro estilo, les va a devolver a su realidad cotidiana. Ver la ciudad a través del visor o la pantalla les da seguridad. Cada foto es una garantía de vuelta a su mundo de origen. Disimulan así su turbación, su miedo a lo desconocido y su prisa por salir de allí, aunque, al final, todos acaban regresando.
Teruel, extrañamente, tiene sus arrabales en su centro urbano, que está poblado de bosques habitados de brujas sabias. En las afueras se sitúan los barrios de Nunca Jamás, La vida empieza cuando acaba la historia y Érase una vez, donde reside la gente vip que, a veces, alardea y se deja ver por el resto de los moradores.
Entre el centro y el arrabal vive una mujer que creía que era un caballo y que, antes de llegar a Teruel, se pasó toda su existencia tirando de una noria. Giró y giró, cada vez más deprisa. Corrió tanto y con tanto ahínco, que trazó un surco profundo y se coló por él, libre de arreos y aparejos, en el Teruel infinito.
Por allí cerca también habita un caballo a quien, antes de venir aquí, todo el mundo confundía con una mujer por su belleza, por su larga melena, por su gracilidad, porque se mantenía todo el tiempo erecto sobre sus patas traseras, las que tenía ancladas a la tierra por una tara de nacimiento. Pero un día empezó a rotar como un trombo sobre sí mismo e hizo un agujero muy hondo por donde se deslizó, para aparecer de repente en Teruel.
Aquí viven almas que no se avergüenzan de andar desnudas, conjuntos de solitarios, infames imprescindibles y deprimidos partidos de la risa de tanto mirar abismos insondables.
Lo habitan locos, caballos, mujeres, un sinfín de seres imposibles y un torico. Y yo. Yo también existo feliz y eternamente en Teruel.
¿Lo del toro ensogado? Una falacia.