José María Andrés Sierra
Escritor
Teruel… una provincia más de las 50 que componen la nación española. En más de una ocasión me he preguntado quiénes y con qué criterios marcaron los límites de Teruel como provincia. Y yendo un poco más lejos, cuáles fueron los que definieron otros muchos más. Los de la mayoría, me atrevería a decir, aunque haya quien piense que alguna frontera o división de provincias, regiones o naciones las marcó Dios cuando creó el Universo. Y por eso las consideran sagradas.
Y digo esto porque, en lo que respecta a nuestra provincia, las diferencias entre distintas zonas y comarcas son tan evidentes que cuesta creer que todas ellas pertenezcan a una misma provincia llamada Teruel que, se supone, debería tener más afinidades que diferencias.
Puedo equivocarme, pero creo que tienen poco en común la zona de Albarracín y quienes la habitan con Valderrobres y sus gentes, por ejemplo; o la de Rubielos de Mora con la comarca del Bajo Martín. ¿Se parecen en algo Calamocha y Cantavieja?
Lo único que les une a todas ellas es pertenecer a lo que podríamos llamar un mismo distrito administrativo llamado Teruel. Y eso es poco. O mucho, según se mire.
No existió en el pasado una verdadera conciencia de territorio común. Tradicionalmente el Bajo Aragón turolense ha estado más ligado y orientado a Zaragoza que a su capital Teruel y al resto de comarcas. La zona del Matarraña ha mirado más hacia Cataluña que hacia el resto de la provincia. El sur de Teruel siempre ha mantenido una relación de amor – odio con Valencia…
Esas diferencias tan acusadas entre las distintas zonas, tierras y comarcas y sus moradores son las que han hecho, a mi entender, que durante mucho tiempo no haya existido un verdadero sentimiento, percepción de provincia tal y como la entendemos en nuestra organización del territorio español. Lo que apuntaba más arriba, no ha habido una conciencia real de territorio compartido, de territorio común.
En mi caso particular hay otro motivo más profundo, y creo que lo es también para muchas personas de mi generación.
Yo tuve la suerte, si a eso puede llamarse suerte, de haber tenido unos padres, humildes agricultores, que hicieron lo posible e imposible para que yo pudiera estudiar en Teruel. En la capital.
La relación que reinaba en los años 70 en Teruel capital con respecto al resto de la provincia era la misma que existía, y existe todavía, entre muchos madrileños con respecto a quienes no han tenido la fortuna de haber nacido en la capital del Reino.
Recuerdo haber escuchado en Madrid en numerosas ocasiones ese famoso retintín de: « es que… ¡los de provincias!».
España es Madrid y provincias. Los madrileños y los provincianos.
Esa misma dicotomía se daba en Teruel en los años sesenta y setenta. Teruel provincia era Teruel capital y los pueblos. Los turolenses y los pueblerinos.
Los de los pueblos, evidentemente, no nos sentíamos de Teruel porque los turolenses eran, única y exclusivamente, los que habían tenido el privilegio de nacer, o de vivir en algunos casos, en la capital. Los demás éramos como los de provincias para los madrileños, que eran (y siguen siéndolo para muchos, algunos políticos en particular) los españoles de verdad.
Puede que parezca exagerado lo que estoy diciendo pero, creo, honradamente, que no. Y si estas líneas las lee alguien nacido en un pueblo y que tuviera la suerte, como yo la tuve, de poder estudiar o, simplemente, estar de vez en cuando en Teruel capital en los años 70, seguro que me dará la razón.
Nos diferenciábamos claramente unos de otros, los capitalinos y los pueblerinos, y nos unía a ambos bandos, eso sí, el prurito de pertenecer a cada uno de esos dos terueles. El vínculo que unía a los pertenecientes a cada uno de aquellos dos minúsculos mundos era enorme, como considerable, también, la rivalidad entre ellos.
Pondré un par de ejemplos.
Yo estudié durante tres años en el Colegio (entonces Seminario) Las Viñas. La casi totalidad de quienes estudiábamos allí habíamos nacido en pueblos donde vivían nuestras familias, pero había un pequeño número de estudiantes que vivía en Teruel y venía a clase a Las Viñas. «Ese es externo», decíamos los «internos» cuando queríamos referirnos a uno de esos estudiantes. Era como decir, «ese no es de los nuestros, ese es de Teruel». Las diferencias entre los de los pueblos y los «externos» eran imposibles de salvar. Nunca hubo buena relación entre unos y otros. Al menos que yo recuerde.
Tras mi paso por el Colegio Las Viñas, fui a acabar el bachillerato en el Instituto Ibáñez Martín. Residí en el Colegio San Pablo. Allí éramos todos de fuera. No había dos terueles. Las diferencias en el Ibáñez Martín entre unos y otros sí que eran notorias y notables.
Antes mencionaba esos dos terueles tan diferentes y la unión o estrecha relación entre los pertenecientes a cada uno de ellos. Es muy posible que alguien ponga en duda esta afirmación, por considerarla más que gratuita. Puede ayudar a dar validez a mi opinión algo que era incuestionable.
Aunque no cotidianas, sí eran relativamente frecuentes las peleas entre chavales en nuestra capital (como me imagino que en casi todos los sitios en aquella época), en especial los fines de semana. El alcohol, que se servía en aquellos tiempos de forma indiscriminada a chicos y chicas de cualquier edad, era el detonante de muchos de aquellos rifirrafes. Pues bien… era extremadamente raro que se diera una pelea entre chavales pertenecientes al mismo Teruel.
Las peleas se daban entre chicos de los pueblos y chicos de la capital. Y, por supuesto, si un chaval de Montalbán o de Calamocha veía una pelea y no era muy apocado, sin preguntar de quién era la razón, sin mediar explicaciones y sin más contemplaciones, se ponía a dar y a recibir tortazos al lado de los de su Teruel. Lo mismo, como puede imaginarse, sucedía con los capitalinos.
Éramos, proveníamos de dos mundos completamente distintos: hijos de agricultores, en su gran mayoría, los unos; hijos de funcionarios, militares y comerciantes los otros. Nosotros no nos considerábamos turolenses. En cualquier caso, si no era así, no dejábamos de ser turolenses de segunda. Y ese era el sentimiento que transmitíamos a nuestras familias, a nuestros amigos y a nuestros convecinos.
Convivíamos en medio de una rivalidad y de un distanciamiento notable y palpable entre los dos terueles. La desconfianza, el desapego entre los de Teruel y los de los pueblos marcaba la vida, la convivencia de los habitantes de la provincia.
Aunque pueda costar creerlo, lo cierto es que, para quienes habíamos nacido en un pueblo, las palabras Teruel y turolense no iban con nosotros.
Cuando a mí, por aquellos años, se me preguntaba de dónde era, mi contestación era: «de Molinos». Sin más. Cuando tenía que completar la información, porque mi contestación no satisfacía la curiosidad de quien me preguntaba, siempre me incomodaba un poco haber nacido en un pequeño y desconocido pueblo por tener que añadir aquello de… «de la provincia de Teruel». Me sentía molinero, pero no turolense.
Todo lo que acabo de relatar es, simple y llanamente, lo que yo, como muchas personas de mi generación, sentíamos en aquellos años, los sesenta y setenta, pero creo que es importante que todo esto no se entienda como una lucha enconada entre dos mundos, clases o grupos sociales. Es muy posible, por otra parte, que no todo el mundo tuviera esa misma sensación. Se trataba, sencillamente, de la distinta concepción que teníamos unos y otros de la convivencia. ¿Quién era el que tenía razón? Nadie. Pienso, además, que ni siquiera había resentimiento. Estábamos mediatizados por unas condiciones sociales y económicas muy adversas, por unos medios de comunicación casi inexistentes, a todos los niveles. Automóviles… pocos. Medios de transporte públicos, escasos y poco eficaces. Muchos pueblos sólo disponían de un teléfono público. El medio más común de comunicación era la carta escrita y enviada por Correos. Estábamos, además, condicionados por las desastrosas directrices de una dictadura que nos hacía ver a todos el mundo un poco borroso.
Por fortuna, los años, la extraordinaria mejora de las condiciones económicas y sociales y en los medios de transporte y comunicación y un innegable cambio de mentalidad y generacional, han hecho que esas diferencias se hayan reducido de manera considerable y ha cambiado la concepción de Teruel como provincia. Creo que hemos aprendido a convivir entre nosotros mejor de lo que lo han hecho los de Madrid con el resto de España.
La cainita y ridícula rivalidad entre Alcañiz y Teruel, afortunadamente, como otras tantas rivalidades, ha desaparecido.
La pobreza, por qué no admitirlo; el reconocimiento de nuestra escasa importancia siendo tan pocos (una población como Hospitalet de Llobregat tiene el doble de habitantes que toda la provincia de Teruel); la insignificante, a veces se diría que nula, relevancia que tiene nuestra provincia para los políticos en general posiblemente también han contribuido a que nos sintamos más cercanos y a que hayamos tomado conciencia de que divididos siempre seremos más vulnerables que unidos.
Para mí, el nombre Teruel no significa ahora lo mismo que hace cincuenta años. En mi caso particular ya no sólo no me importa afirmar que soy de Teruel, sino que me siento orgulloso de serlo.
Ignoro si el ejemplo de mi experiencia vital puede extrapolarse a otras personas, a otras vivencias. De lo que sí estoy convencido es de que, aunque las diferencias entre Calamocha, Valderrobres, Albarracín, Molinos, Albalate del Arzobispo y Cantavieja siguen siendo las mismas, sí existe una conciencia de provincia, de territorio común, nuestro, que no existió en tiempos pasados.
La relación, la comunicación, a todos los niveles, que se da de forma individual e institucional entre las distintas zonas y comarcas turolenses es fluida, constante y contrasta con el aislamiento que reinaba en esas mismas comarcas cincuenta años atrás.
El número de asociaciones culturales y de toda índole que han surgido en los últimos años a nivel tanto local como comarcal y provincial es considerable, como importante y productivo el contacto, la comunicación entre esas distintas asociaciones.
Sin esos nuevos aires de modernidad, sin ese cambio de mentalidad, sin la mejora de las comunicaciones y la conciencia de compartir las mismas tierras, por distintas que estas sean, difícilmente hubieran podido prosperar todas esas iniciativas o surgir movimientos políticos del calado de Teruel Existe.