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Thomas Edward Lawrence, militar, arqueólogo y escritor británico fue encargado por las autoridades militares británicas de soliviantar a las tribus árabes contra los turcos a cambio de promesas que se incumplirían. Decepcionado a pesar del éxito, escribió en sus memorias: “Era evidente desde el comienzo que, de ganar la guerra, estas promesas se convertirían en letra muerta y si hubiera sido un honrado asesor árabe les habría recomendado volver a sus casas y no arriesgar sus vidas en esta lucha, pero me justificaba a mí mismo que al conducir furiosamente a estos árabes a la victoria final, les colocaría en una posición tan segura (si no dominante) que la conveniencia aconsejaría a las grandes potencias a un arreglo de sus reclamaciones”.

 

 

 

Lawrence y el nacionalismo árabe

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Nuestra guerra había concluido. Aun así dormimos aquella noche en Kiswe, porque los árabes nos habían dicho que los caminos eran peligrosos, y no Emir_Faisal;_Lt._Colonel_T.E._Lawrence_-_early_1918teníamos ningún deseo de morir estúpidamente en la oscuridad a las puertas mismas de Damasco.

Los deportivos australianos veían la campaña como una carrera de obstáculos cuya meta era Damasco, pero en realidad todos estábamos bajo el mando de Allenby y la victoria había sido tan solo el fruto lógico de su genio y de los trabajos de Bartholomew.

Su esquema táctico había situado adecuadamente a los australianos al norte y al oeste de Damasco, y sobre sus líneas férreas, antes de que la columna del sur pudiera penetrar en ella; y nosotros, los líderes árabes, habíamos aguardado a los ingleses más lentos, en parte porque Allenby nunca puso en duda que cumpliríamos lo que se nos había ordenado. Su poder radicaba en su tranquila suposición de que obtendría una obediencia tan perfecta como la confianza que depositaba.

Esperaba que estuviéramos presentes en la entrada, en parte porque sabía hasta qué punto Damasco era más que un mero trofeo para los árabes, en parte por razones de prudencia. El movimiento de Feisal había convertido el territorio enemigo en país amistoso para los Aliados durante su avance, posibilitando que los convoyes pudieran pasar sin escolta y que las ciudades fueran administradas sin guarnición. En su cerco de Damasco, los australianos podían verse obligados, a pesar de las órdenes, a entrar en la ciudad, y si alguien se les resistía, ello podía hipotecar el futuro. Se nos dio, pues, una noche para hacer que los damascenos recibieran al ejército británico como tropas aliadas.

Aquello implicaba toda una revolución, si no de las ideas, sí de las conductas, pero el comité damasceno de Feisal llevaba meses preparándose para tomar las riendas en cuanto los turcos se hundieran. Solo teníamos que entrar en contacto con ellos, para comunicarles los movimientos de los Aliados y lo que se requería de ellos. De modo que al oscurecer, Nasir envió a un jinete rualla al interior de la ciudad, para dar con Alí Riza, el presidente de nuestro comité, o con Shukri el Ayubi, su asistente, y para decirles que podría aliviarse la situación al día siguiente si formaban de inmediato un gobierno provisional. En realidad, dicho gobierno se había formado ya a las cuatro en punto de la tarde, antes de que nosotros emprendiéramos la acción. Alí Riza se hallaba ausente, por haberlo puesto los turcos en el último momento al mando de la evacuación de su ejército de Galilea, ante el ataque de Chauvel; pero Shukri encontró un inesperado apoyo en los hermanos argelinos Mohammed Said y Abd el Kader. Con la ayuda de sus seguidores, la bandera árabe ondeó en el ayuntamiento de la ciudad antes del atardecer, mientras las tropas turcas y alemanas desfilaban en retirada. Dicen que el último general le rindió saludo, irónicamente.

Disuadí a Nasir de penetrar en la ciudad. Aquella sería una noche de confusión y tendría mucha mayor dignidad entrar serenamente a la mañana siguiente. Él y Nuri Shaalan interceptaron al segundo cuerpo de camelleros rualla, que habían salido de Deraa aquella mañana conmigo, y los mandaron entrar en Damasco, para apoyar a los jeques rualla. De modo que, a medianoche, en el momento de irnos a descansar, teníamos ya cuatro mil hombres armados en la ciudad.

Yo quería dormir, puesto que me esperaba trabajo al día siguiente, pero no lo conseguí. Damasco representaba el clímax de dos años de incertidumbre y mi espíritu se veía distraído por retazos de todas las ideas que había ido usando o rechazando en todo aquel tiempo. Kiswe, además, estaba demasiado cargada de los efluvios de demasiadas plantas, árboles y seres humanos, un microcosmos del atiborrado universo que teníamos ante nosotros.

Al abandonar Damasco, los alemanes habían incendiado sus almacenes de repuestos y municiones, de modo que a cada minuto nos veíamos sorprendidos por explosiones, cuyo primer estallido iluminó el cielo con una gran llamarada blanca. A cada uno de estos rugidos, la tierra parecía echarse a temblar; si levantábamos los ojos al norte, podíamos ver al pálido cielo inflamarse de pronto de grandes surtidores de puntos amarillos, a medida que las granadas, disparadas a tremenda altura desde cada almacén que explotaba, estallaban a su vez como fuegos de artificio. Me volví hacia Stirling y le musité: “Damasco está en llamas”, horrorizado al pensar que la gran ciudad iba a ser reducida a cenizas como precio de su libertad.

Al llegar el alba, subimos a la cima del collado, que se alzaba sobre el oasis de la ciudad, temerosos de mirar al norte y encontrar las ruinas de la ciudad; pero, en vez de ruinas, los silenciosos jardines aparecían como una gran mancha verde cubierta con la niebla del río, en cuyo interior tremolaba la ciudad, tan bella como siempre, semejante a una perla bajo el sol de la mañana. La conflagración nocturna había quedado reducida a una recta y alta columna de humo, que se alzaba, negra y sombría, desde la zona de almacenes de Kadem, la estación terminal de la línea del Heyaz.

Bajamos por la carretera que discurría entre los campos irrigados, en los que los campesinos acababan de dar comienzo a su jornada de trabajo. Un jinete al galope se acercó a donde asomaban del carro nuestras cabezas, con una alegre salutación, y nos ofreció un racimo de uvas amarillas: “Buenas nuevas, Damasco os saluda”. Venía enviado por Shukri.

Nasir estaba un poco más allá, y a él fuimos a llevarle las noticias para que pudiera hacer una entrada honrosa, como privilegio de sus cincuenta batallas. Con Nuri Shaalan a su lado, pidió a su caballo un último galope, perdiéndose por la larga carretera entre una nube de polvo que flotaba en el aire entre las salpicaduras de agua. Para comenzar bien la jornada, Stirling y yo dimos con una pequeña corriente de agua fresca en la parte profunda de un canal escarpado. Y allí nos detuvimos, para lavarnos y afeitarnos.

Algunos soldados indios se nos quedaron mirando, a nosotros, a nuestro carro y el andrajoso pantalón corto y la túnica de nuestro conductor. Yo iba vestido de árabe al completo; Stirling, salvo por su pañuelo, iba todo vestido de oficial británico de Estado Mayor. Su oficial de complemento, un tipo obtuso y de mal carácter, pensó que había logrado hacerse con unos prisioneros. Cuando nos libramos de su arresto, decidimos que debíamos ir a buscar a Nasir.

Con toda tranquilidad atravesamos la calle que llevaba a los edificios del Gobierno, a orillas del Barada. El camino estaba atestado de gente apretujada sobre las aceras, en la calzada, las ventanas, los balcones y los tejados. Muchos de ellos gritaban, unos pocos nos jaleaban levemente, algunos más audaces gritaban nuestros nombres; pero en su mayor parte miraban y miraban, con la alegría desbordándoles los ojos. Un movimiento semejante a un largo suspiro, desde la entrada hasta el corazón de la ciudad, acompañó nuestra marcha.

En el ayuntamiento las cosas eran diferentes. Sus accesos y escaleras estaban atestados de una agitada muchedumbre que gritaba, se abrazaba, danzaba y cantaba.

Nos abrieron paso hasta la antecámara, donde estaban instalados el radiante Nasir y Nuri Shaalan. A ambos lados de ellos se hallaban de pie Abd el Kader, mi viejo enemigo, y Mohammed Said, su hermano. Yo me quedé mudo de asombro. Mohammed dio un paso adelante y gritó que ellos, los hijos de Abd el Kader, el emir, junto con Shukri el Ayubi, de la casa de Saladino, habían constituido un gobierno y proclamado el día anterior a Hussein «rey de los árabes» ante los oídos de los humillados turcos y alemanes.

Mientras seguía vociferando, me volví hacia Shukri, que no era un hombre de Estado, sino un hombre amado por las masas, un mártir a los ojos del pueblo, porque había sufrido la persecución de Yemal. Me dijo que los argelinos habían sido los únicos, en todo Damasco, que habían permanecido al lado de los turcos hasta que los vieron echar a correr. Entonces junto con sus argelinos habían irrumpido en el comité de Feisal, en el lugar donde estaban reunidos en secreto, y habían asumido brutalmente el control.

Eran fanáticos cuyas ideas eran teológicas, y no lógicas; y me volví a Nasir para pedirle que cortara de raíz su impudicia allí mismo; pero entonces la ululante multitud que nos rodeaba se abrió en dos, como si un ariete se hubiera abierto paso a través de ella, echándose los hombres a un lado y a otro entre las arruinadas mesas y sillas, mientras el terrible rugido de una voz familiar terminaba por imponerse y los dejaba petrificados.

En el espacio así abierto se hallaban Auda abu Tayi y el sultan el Atrash, jefe de los drusos, arrancándose la piel. Sus seguidores se adelantaron hacia ellos, mientras yo saltaba entre ambos para separarlos […].

LAWRENCE, T. E., Los siete pilares de la sabiduría. Barcelona, Biblioteca Grandes Viajeros, 1997, capítulo 119, págs. 517 a 519.Los siete pilares de la sabiduría

 

 

 

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