Por Javier Sierra (*)

La tierra nos nubla la razón. Lo vemos a diario en la política y en la cultura, en la guerra o en el deporte de competición que, si lo pensamos un poco, no es sino una forma civilizada de dirimir rivalidades. Por instinto, nuestros orígenes determinan casi todas las empresas que acometemos en la vida. Y es esta una cuestión que tiene su enjundia para un turolense como yo. Teruel, en tanto que la capital más pequeña de España y cabeza de una de sus provincias más despobladas, lleva siglos sufriendo de un incurable abandono, y esa angustia del que se siente solo termina abocando a sus habitantes a algo que imprime un innegable carácter: un turolense termina pensando por sí mismo, ajeno a modas o intereses generales, y no pocas veces asomándose a lo prohibido. Y lo hace, además, porque no le queda otra.

     Fruto de nuestra condena histórica y geográfica, Teruel ha generado más personalidades heterodoxas y “fuera de carril” de lo esperable. Menéndez Pelayo en su monumental Historia de los heterodoxos españoles (1948) no se pasó por mi provincia por pura ausencia de referencias cultas, pero se perdió una mina de historias. En Teruel hubo (¡y todavía hay!) mucho unicum. Mucha personalidad raruna y excepcional. Y que conste que lo digo con admiración. Todas son gentes que han hecho de la resiliencia el rasgo clave de su carácter.

El último de esos temperamentos lo descubrí tiempo atrás en Milán, por accidente, cuando el director de su Instituto Cervantes me interpeló a bocajarro: “¿Tú sabes quién fue Miguel de Molinos?”. Mi cara debió de iluminarse. “¡Claro!”, exclamé ingenuo. Miguel de Molinos, padre intelectual del quietismo, fue una de las mentes más raras del siglo XVII. Su Guía espiritual se convirtió en el texto místico más controvertido del barroco español. En él proponía que los verdaderos creyentes debían de “configurarse con Cristo” logrando un vacío interior absoluto, una mente inmaculada, sin ruido ni distorsiones, que favoreciera el contacto directo con lo divino. Era una idea casi cátara. Para hablar con Dios no eran necesarios confesores ni iglesias. De hecho, aquel Molinos, una suerte de “budista cristiano” de ideas rayanas en la herejía, popularizó términos que acabarían impactando en el siglo XX en mentes tan heterodoxas también como la de Valle-Inclán, que escribió en 1916 su Lámpara maravillosa preñándola de simbología molinista. “¿Y sabías que nació en Muniesa, en tu Teruel?”, me sonrió Sergio Rodríguez después de escuchar mi perorata.

Miré entonces al director del Cervantes sin saber qué decir. Justo aquel dato se me había extraviado.

Conocía, claro, que Miguel de Molinos fue acusado de “pitagórico” y “esotérico” por el cardenal Caracciolo, o que su denuncia llegó incluso a oídos de Inocencio XI, pero ignoraba por completo su profundo vínculo con mi tierra. Y así, como por justificar mi sorpresa, balbucí ante Sergio que en Teruel eso era algo natural, que ahí teníamos mucho sitio para iconoclastas y alternativos. “En Teruel uno puede esconderse del mundo y vivir sin ser molestado”.

     El subterfugio me obligó entonces a hilar una explicación algo más detallada. Tuve que hacer memoria para argumentar que, por alguna misteriosa razón, muchos de los hombres y mujeres más notables de la provincia tuvieron algún vínculo profundo con el misterio. Recurrí a Luis Buñuel, cineasta de renombre universal nacido en Calanda, que antes de hacerse famoso con sus películas en México gustó de organizar sesiones de hipnosis y espiritistas en Zaragoza junto a su hermano Alfonso. De hecho, aunque en su familia el asunto se llevó con el sigilo propio de una España de posguerra fuertemente controlada por ideas nacionalcatólicas, los nombres, detalles y correrías de aquellas reuniones terminarían por ver la luz en Mi último suspiro (1982), las memorias del director.

     También rescaté del olvido a Fabián Palasí, un masón del siglo XIX, prácticamente desconocido para el gran público, pero que en su época fue uno de los grandes impulsores de la educación laica, llegando a dirigir uno de los centros de la Institución Libre de Enseñanza en Cataluña. “Y era de La Hoz de la Vieja, en Teruel”, le dije como si así todo quedara aclarado.

     Lo curioso es que, en parte, así debe ser. Cada día estoy más convencido de ello. No en vano mi provincia fue durante siglos un rico manantial para relatos de brujas y aparecidos, de los que llegó a beber incluso Pío Baroja cuando escribió su novela La venta de Mirambel. Y también, claro, aquellos que dieron el sobrenombre de “el pueblo de las brujas” a Jabaloyas, dotándolo de una reputación internacional que aún perdura.

Sabemos construir mitos grandilocuentes. Ahí están aquellos que hablan de dragones en Bronchales o en Corbalán, donde ahora abundan los huesos fosilizados de dinosaurios. Por no hablar de nuestro drama más conocido, el de los Amantes, en el que unos antecesores de los Romeo y Julieta shakesperianos se juraron amor romántico en pleno siglo XIII siguiendo todas las líneas maestras esotéricas del “amor cortés” que los trovadores pondrían de moda en Francia por esas mismas fechas.

Pero, créame el lector, esta lista no estaría completa sin aludir a la figura de Gil Sánchez Muñoz y Carbón, aunque mejor debiera decir Clemente VIII, pues bajo ese nombre un turolense accedió al pontificado de Peñíscola como sucesor del papa Luna. Sánchez Muñoz nació junto a la plaza de San Juan en 1370, sirvió en la corte de Benedicto XIII, el Papa Luna, el díscolo pontífice de Peñíscola que llevó el Cisma de Occidente a su máxima expresión, viviendo en un tiempo en el que la cristiandad llegó a tener hasta tres cabezas visibles. Aquel Sánchez Muñoz turolense fue testigo de los inútiles intentos de Roma por conseguir que Pedro de Luna entregara su tiara y acabara con la división de la Iglesia. Y sufrió de cerca el mítico empecinamiento del Papa Luna por no soltarla. “Quedarse en sus trece” -por el numeral del papa- fue un dicho nacido de aquellos momentos al rebufo del testarudo antipapa.

El caso es que, a su muerte, un concilio de solo tres cardenales eligió a nuestro turolense como su sucesor. Eso ocurrió en junio de 1423 y ahí adoptó el nombre de Clemente VIII. ¡Tenemos, pues, hasta un papa de Teruel y nadie lo sabe! Por desgracia histórica, pero por suerte para la Iglesia, Gil Sánchez Muñoz solo conservó seis años su dignidad papal, ya que las negociaciones ulteriores entre Roma y los pontífices díscolos de Aviñón se intensificaron para no romper la cristiandad en pedazos. Podría decirse que nuestro papa salvó a la Iglesia claudicando a los intereses del entonces rey de Aragón, Alfonso V “El magnánimo”. En aquellos años, él ambicionaba hacerse con Nápoles y le era más útil un pontífice en el Vaticano que uno en Peñíscola. Sus negociaciones fueron un auténtico “juego de tronos”, toda una traición al turolense y a su corte peñiscolana, que llevó a su amigo Alfonso de Borja -precisamente el futuro Calixto III- a persuadir a Gil Sánchez Muñoz para que renunciara y, con ello, se cerrara la mayor crisis en la historia de la Iglesia católica.

“¿Lo ve?”, le espeté al director del Cervantes, “en Teruel no nos falta de nada. Incluso un antipapa… bueno”.

Ante semejante avalancha de héroes malditos y heterodoxos, a mi interlocutor le resultó imposible no dar la razón a lo que Ramón J. Sender escribió sobre las gentes de las serranías de mi provincia: que debemos de ser descendientes de los atlantes porque, según este Premio Planeta oscense, “no hay duda de que hubo una civilización antediluviana mucho más rica en conocimientos que la europea del siglo XIX”.

“¡Y de ellos descendemos!”, le dije.

 

(*) Javier Sierra es Hijo Predilecto de Teruel, escritor y Premio Planeta de novela.


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