José Antonio Prades

José Antonio Prades Revista ImánLos domingos solían venir mis hijos con sus esposas a comer a casa, sobre las 2 p. m., que en España es la hora habitual para lo que llaman comida y en otros países le dicen almuerzo. Lo digo porque mis nueras son extranjeras y muy brujas, hasta han conseguido encandilar a mi mujer, lo que tiene mérito.  Mi esposa cocina como nadie la paella y los canelones gratinados.  Según le apetecía, un domingo preparaba una u otros y triunfaba.  Siempre le pedía canelones.  Es mi plato preferido.

Aquel día amaneció muy gris y se fue oscureciendo conforme aumentaba la mañana.  Ella se había levantado algo molesta conmigo y no me acompañó a misa.  Lo normal es que dejara todo preparado y así nos íbamos juntos a la de 12 en la parroquia de San Miguel Arcángel.  Esa vez se quedó en casa.  Ya en el camino, sentí un viento especial que me azotaba la espalda y me iba envolviendo.  Las nubes se cerraban paulatinamente, parecían grumos grises y sentí recibir unas gotas de lluvia en mi cabeza justo antes de atravesar la puerta de la iglesia.  Casi me olvidé de saludar a nuestro santo, cuya figura miraba hacia abajo portando una espada para amenazar a Satán bajo su pie.  A menudo creía que miraba de soslayo a los que pasábamos por aquel pasillo, vigilando si nuestra alma estaba limpia de pecado.

Estábamos unas treinta personas repartidas por todos los bancos.  En cuanto llegamos a la consagración, hubo que encender los focos porque no entraba suficiente luz por los rosetones.  En el momento en que don Damián alzó el cáliz para consagrar el vino, un estruendo llegó de atrás, la puerta se abrió de par en par y voló sobre nosotros un temporal de agua, viento, granizo y lodo negro que barrió el templo en menos de un segundo.  Caí al suelo después de golpearme con el respaldo de delante, me doblé por la cintura, arrodillado, con la tabla del reclinatorio entre mis muslos.  Me tapaba los oídos apretándome la cabeza y cerrando con fuerza los ojos.  Sucumbí a la angustia porque pensaba que una fuerza me succionaba hacia los tejados del templo y quién sabe si hacia algún infierno esquinado en aquellas nubes como grumos de yeso. Algo se escapaba por mi nuca.

Fue cediendo de a poco el ruido, el viento y la lluvia.

Después de atreverme a levantar los párpados, me erguí por encima de los bancos y pude comprobar que mis compañeros de ceremonia yacían bajo los asientos, algunos convulsionaban, otros sollozaban en posición fetal, y los más quedaban inmóviles, supuestamente sin vida, o eso sentí.  Todo el espacio, todas las imágenes, los relicarios, la custodia y el sagrario allá adelante, el altar reververaban… ¡Oh, Dios mío!, don Damián estaba impoluto con un libro de liturgia entre sus manos, pero su rostro estaba transformado mientras pronunciaba salmos o ensalmos a voz en grito mirando por encima de mí, como si invocara a un ser al que quisiera despertar.  Y escuché que algo o alguien detrás de mí le contestaba.  Me volví.  San Miguel, repleto de barro, aparecía en genuflexión ante un Satán glorioso que ahora blandía la espada.  Se acercó a mí sin tocar el suelo, me tomó del cuello y me arrastró en volandas hasta el altar. Rajaron mis vestidos, quedé desnudo, sujetas mis extremidades por cuatro de los santos, los evangelistas, que culminaban las esquinas del retablo, ahora palpitando como unas entrañas de bicho que está a punto de parir criaturas malignas. Don Damián agarró mis genitales con una mano y colocó los dedos de la otra sobre mi boca.  Apretaba con ambas.  Y así pasó un tiempo eterno en el que perdí la consciencia, quizá por el dolor, quizá por el olor a azufre, quizá por el miedo horrendo que azotó mi cuerpo como un remolino de fiemo, lodo y excremento.

Cuando pude abrir de nuevo los ojos, se escuchaba desde el órgano de la iglesia la Tocata y fuga de Bach, mi pieza preferida, mientras sombras y luces se proyectaban alrededor del altar donde me habían dejado paralizado en esa  forma de cruz de San Andrés y repito, desnudo…  Las figuras de Satán, de don Damián, de San Juan, San Marcos, San Lucas y San Mateo saltaban proyectadas de una ventana a otra del templo, las altas, las de los vitrales, y gritaban sin voz y me lastimaban y laceraban mi piel al ritmo de los acordes del órgano, me quería elevar, no podía, me hurgaban en las entrañas, los sentía como serpientes en mis intestinos, en mi estómago, en los pulmones… y cuando iban a llegar al corazón, todo cesó. Algo terminó de escaparse por mi nuca.

Se hizo el silencio, se retiró lentamente el lodo, el templo volvió a su normalidad, estaba sin gente, las figuras en su lugar, don Damián en silencio, inmóvil al lado mío, con la mirada y las palmas abiertas hacia arriba, brazos abiertos, boca semicerrada…  El olor a incienso ya dominaba al del azufre.  Conseguí moverme.  Bajé del altar y me acuclillé en el suelo mirando tímidamente a todas partes.  El silencio seguía siendo abrumador y sobre la puerta se alzó una luz, que paradójicamente me pareció oscura, y me llamaba.  Sentí que había perdido mi esencia y lloré amargamente.

Cuando se ocultó esa luz, un impulso me lanzó hacia afuera y corrí por el pasillo central.  Me pareció ver que San Miguel, de nuevo triunfante sobre Satán, me sonreía sarcástico, posesivo.  Pasé cerca de su pedestal sin mirarle, y eché a correr, liberado, acelerando desnudo en mi carrera, con los genitales hinchados, en el camino a casa, esperando encontrar a mi familia comiendo ya los canelones. Sí, mi mujer habría preparado canelones.

Y allí a lo lejos, los vi a todos esperándome, mi mujer y mis nueras a la izquierda de la casa, con mis hijos a la derecha, arrodillados, temblando, sumisos.  Ellas se agrandaron, se abalanzaron sobre mí, mordieron mi pecho, sacaron todo su contenido y mientras rebuscaban como hienas…

—¡Ya tienen tu alma! ¡¡Nos toca tu corazón!!

Y ascendí a las cumbres de los nimbos, llevando de la mano a mis hijos, muertos, también descorazonados.


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