Coral González Vázquez  

Coral González Revista Imán
Mamá tenía razón cuando decía que la mirada del pintor me había perforado el alma.

Hacía un espléndido día de verano, así que decidimos pasear por la playa: Jávea tiene un clima privilegiado, aunque a veces las tormentas lanzan sobre ella enormes cortinas de lluvia, avisándonos de que la naturaleza no es una ecuación perfecta. Nos acompaña mi madre que lleva a mi hijo asido de la mano y, los tres, nos detenemos a contemplar el reflejo del sol que irradia una fuerte luz, dibujando en la superficie del mar líneas largas y plateadas en sutil contraste con la intensidad de los tonos azules y verdes del agua. La temperatura es tan agradable que le quito la ropa al niño para que se bañe.
Vuelvo la cabeza y me percato de la presencia del pintor de otros veranos. Qué extraño me ha resultado no verlo en estos cuatro años. Para mí, forma parte de este paisaje mediterráneo. Resulta curioso observarlo mientras está pintando. Utiliza pinceles muy largos, nada comunes. Bajo la sombrilla, lanza grandes y vehementes trazos sobre un lienzo colocado en el caballete. Siempre viste de traje. Parece cómodo en su indumentaria, como si considerase que le debe un homenaje a ese Sol que le ofrece la luminosidad que da vida a sus cuadros. Es un hombre atractivo, de tez morena; el mentón cubierto de una elegante y bien trazada barba. Lo que más destaca en su rostro son sus ojos negros, sinuosos y profundos, llenos de misterio en su contemplación del mar. En ocasiones, en la playa, lo veía acompañado de su familia, pero él permanecía ausente; sus ojos, fijos en el mar, parecía que lo traspasaran. Hoy está solo. Por vez primera se han cruzado nuestras miradas y, durante un breve instante, todo ha desaparecido.

Un niño sale corriendo del agua y va hacia su madre que lo acoge entre sus brazos y lo cubre con un lienzo blanco, dejando al aire parte de su desnudez. Qué imagen tan bella, me gustaría pintarlos. Ya me estoy imaginando la escena: las dos figuras formando un triángulo en el centro. Resaltaré la luz en la tela con un blanco aluminio y utilizaré el mismo color para el agua en contraste con los azules y malvas emanados por efecto del contraluz. También trasladaré los tonos malva y violeta al cuerpo del niño, a la falda de la madre, a la arena, al cielo y a la barca varada en la orilla. Deseo eternizar la espléndida calidez de ese abrazo maternal; la naturalidad en el rostro vuelto al mar de esta hermosa mujer, alta y esbelta, de ojos inquietos y tímidos cuyo color se confunde con el gris de un cielo atormentado. El mismo color que se ha instalado en mi alma al encontrarse nuestras miradas.
La recuerdo de otros veranos que he pasado pintando este paisaje de mar sin horizonte, este agua sin oleaje que refleja la transparente ingravidez de los objetos que flotan sobre ella, deshaciendo sus contornos. Antes no la acompañaba el niño, solo la mujer que parece ser su madre. He hablado con ella. Me ha dado su consentimiento para pintarla con su hijo en brazos. Ha sido difícil convencerla de que solo quiero plasmar la imagen que se ha dibujado en mi cabeza. Le regalaré el cuadro una vez pintado, preservando así su dignidad de mujer casada.
Esta noche, al acostarme y hasta que el sueño me alcance, pensaré en lo mucho que deseo que mañana salga este mismo sol: ¡Tengo un hambre de pintar como nunca antes la había sentido! He quedado con ella en la playa. Me desborda el deseo de inmortalizarla en mi cuadro, me consume, pero tengo que disimularlo.

En los atardeceres de verano, paseo con mi esposo por la playa; ya de novios acostumbrábamos a hacerlo. Tomados de la mano, nos acercamos a la orilla del mar hasta que el agua moja nuestros pies descalzos. Allí nos detenemos para contemplar cómo, a cámara lenta, el mar claro, verde y azul, cambia a rojo en el crepúsculo, y acaba siendo plateado a la luz de la luna, bajo un cielo lleno de estrellas. Un mar plateado como mis cabellos.
Aún pienso en los ojos llenos de misterio del pintor, y me estremezco.


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