Antón CASTRO

Querido Miguel:

Tengo la sensación de que ha pasado no media vida sino una vida completa, algo más del siglo que hubieras vivido y en el que te has vuelto inmortal. Por tu lírica, por la aureola que has dejado al irte aquel primer día de agosto cuando te sentías derrotado de vivir. Y de soñar. Y quizá de amar en vano con el sigilo de tus poetas chinos favoritos. Durante algunos años me olvidé de ti: me afané en otras existencias, en la mía, en la de los míos, en la de mi ciudad que también es la tuya. Cuando volvieron los tranvías, tan distintos a aquellos en los que dabas una y mil vueltas para enmascarar tu soledad, me di cuenta de que no te había olvidado. Seguías muy adentro: con tus versos, con tu pena de falso mastodonte, con tu sensibilidad hecha cicatrices, rescoldo de la memoria, imposible olvido. Y entonces hice lo impensable: me leí todos tus versos, tus diarios, la carta del sobre azul, tan hermosa, tan etérea; repasé tus fotos, tus carnés, las revistas que habías fundado, tu correspondencia con otros poetas, tus autodedicatorias, y también las que palabras que me destinabas en tus libros. Cómo olvidarme de las de ‘Sumido 25’. “A Berlingtonia amada, con quien me gusta caminar en los domingos infinitos que van hacia el Ebro”.

Sin quererlo, como jugando a que no me importaba tu silencio herido o tus ojos asombrados, fui cruel contigo. Desdeñosa. Como una ninfa perversa que no se atreve a tomar en serio a un amante disparejo. Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de casi todo. Me burlaba de ti para esquivar mi sentimiento y quizá el temblor de una posesión. ¿Cómo iba una adolescente rabiosa como yo a aceptar que había entregado el corazón a un desterrado en la tierra?

Rebasados los 80 años, con hijos y nietos en la capital del cierzo, algunos viven muy cerca de tu casa y de tu plaza menos solitaria que entonces, empecé a cambiar mis rutinas y me hice asidua del tranvía. Tan familiar, tan íntimo en el fondo. Lo cojo en la Romareda y voy hasta el final con un único delirio: pasar ante el Mercado Central, rebasar el Ebro y mirar sus riberas, salir a las afueras. Y más de una vez, al ir o al volver, cuando el poniente se cuaja de oro por las laderas del Moncayo, he creído verte: un hombre grandioso, espectral o sombrío, no lo sé bien, desciende y se pierde por la calles. Una tarde bajé y te seguí. Cuando entrabas en el palacio de los Gabarda, te llamé, dos, tres o cuatro veces. Pensaba que ibas a girarte. Entraste por el portal, que se abrió a tu llegada. Desde el umbral te dije: “Miguel. Mi amor. Soy yo. Recibo tus cartas que llegan del más allá. Desde que te has ido aún escribes más bonito”.

Desapareciste transformado en aire o misterio de la oscuridad. Y creí oír, en el eco del pasillo: “Pilar. Pilarín. Eres el fantasma de todas mis apariciones”.

 

 


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