Víctor Hugo Revista Imán Número 22

Última Llamada

Se preguntó como sería tomar esa muralla escarpada en la parte norte del castillo. Imaginó el clamor de las trompetas, los gritos de los guerreros, las flechas volando y los pendones ondeando en esa tarde que sería la última para muchos de los invasores. Si para él, turista de a pie, subirla bajo ese sol de mayo, era difícil, figuréense vestido de armadura o cota de mallas   sudando a chorros, como él mismo ahora, que ahora sacaba el pañuelo y se secaba el pecho, la espalda. Trabajo le había costado pero ya estaba en la cima del castillo, si así se le podía llamar a esas ruinas que lo rodeaban por doquier. Un torreón derruido, una tarja, unos hierbajos creciendo entre los ladrillos. Y a lo lejos otras montañas. Las piedras que alguna vez habían bebido sangre y escuchado los alaridos de guerra ahora estaban extrañamente calladas. Levantó la cámara y el flash espantó algunos pájaros. Estaba solo allí, apenas una tarja explicaba brevemente el cometido  bélico del castillo anteriormente.
Había viajado a Calatayud a un congreso y había coincidido con las fiestas medievales. A él, Pedro Hijazo Serrano, profesor colombiano de Bioquímica, nada más alejado de esas fantasías medievales de las que está tan llena la vieja Europa. Pero ahora bajaba del castillo, había hechos unas fotos geniales para su esposa, tendría que llamarla al móvil después de la sesión del congreso, pero en fin eso sería más tarde. Iba descendiendo por la colina cuando algo llamó su atención: una música leve se escuchaba arriba en el castillo. Nunca la había oído pero sabía que eran una mezcla de cítaras, trompetas y tambores. Miró: ya atardecía, en la cima de la montaña se recortaban las figuras de tres juglares que cantaban y hacían acrobacias mientras una turba les aplaudía. Se escuchaban tonadillas en un idioma que no era el castellano, aunque bueno tal vez lo era y él no lo sabía. Al fin y al cabo en esa tierra de España se hablaban veinte lenguas y cien dialectos más. También sabía que la melodía le era inexplicablemente familiar, no sabía por qué. Y no debía serlo para él, que se había criado escuchando ballenatos y salsa, ese sonido rítmico que llenaba el lugar y evocaba tiempos pasados no tenía por que sonarle conocido.

Una anciana que estaba sentada en una esquina le sacó de su ensimismamiento pidiéndole unas monedas por favor de Dios, no le dijo unos euros, sino así mismo, unas monedas y Pedro, sacó unas calderillas de su bolso de imitación de marca y la señora le dijo con una extraña sonrisa, muchas gracias señor que dios le ayude en su combate; pero igual él no había escuchado eso, sino otro cosa, porque ya no le prestaba atención. Bajaba a la ciudad, llegaría tarde a la cena de inauguración del congreso. Por la mañana se vistió con rapidez, dejó el hotel y fue a la sala de conferencias. Todos hablaban a la vez, de lípidos, ácidos ribonucleicos, de las enfermedades genéticas. En el receso se bebió un café que le supo amargo y llamó a su mujer que se había acabado de levantar en su país y le preguntó por los niños. Que no podía hablar ahora dijo ella, que iba conduciendo, bien, me llamas después. Por la tarde salió a la calle y se admiró de como todos iban disfrazados y coreaban canciones antiguas y arrastraban lanzas y espadas de plástico por la acera; una procesión avanzaba frente a él desplegando un intenso olor a incienso; los portales de las casas varias veces centenarias estaban adornadas de flores y habían fogatas encendidas por toda la calle y todos estaban vestidos con sobrevestas y túnicas y las campañas repicaban. Súbitamente entró a una plaza, allí se vendía de todo, desde arados hasta hachas de combate. Y todos gritaban en lenguas diferentes. Se acercó a mirar con curiosidad los escudos con cruces templarias pintadas y se preguntó que pasaría si tomara uno en sus brazos y comenzó a levantarlo cuando sonó nuevamente el móvil, su mujer, que los niños estaban bien, la niña había superado la fiebre y que habían sacado un anuncio nuevo de Peugeot económico, que tal vez podrían cambiar el coche que llevaba con ellos cinco años. Y él asentía mientras iba caminando, mientras salía del mercado y volvía a la triste cotidianidad de las luces eléctricas y los coches. Le dijo que cuando lo llamara de nuevo mañana le pusiera a los niños para escucharlos. Colgó y pidió un café. Solo entonces se dio cuenta de que se había herido la mano con algo y tenía una pequeña magulladura que le vendaron muy bien en la recepción del Hotel. Tal vez luego se bebió dos whiskeys de más en el bar pues subió un poco mareado a su habitación.

Cuando encendió la luz vio unas ropas sobre la mesa, un jubón color carne desteñida, unas botas altas poco usadas, una cota de malla que llegaba hasta las rodillas como se percató cuando se lo probó todo. Le quedaba a la medida. Pero era un error, alguien lo había encargado y lo habían llevado equivocadamente a su habitación. ¿estaría más borracho de lo que pensaba? Se puso el casco. Era como hecho para él, ni siquiera le pesaba mucho. Al otro día amaneció nublado. No sabe por qué salió a la ciudad vistiendo el atuendo medieval, ¿qué tenía que ver él Pedro con esta parafernalia? Pues nada. Faltaría en vano a la sesión de la mañana del congreso por el que había venido. Caminó por las calles que ya estaban engalanadas para la procesión, con las antorchas apagadas y los gritos de vendedores ambulantes. A su lado pasaron monjes, niños descalzos y sucios, caballeros que lo saludaban, solo entonces se percató de que a su atuendo le faltaba algo: la espada. Dobló por un callejón empedrado y entró en la primera tienda de antigüedades que halló. El dueño, obsequioso, le brindaba espadas nuevas, del mejor acero, de plástico, de aluminio, esta es idéntica señor a Tizona, la del Cid; esta es como la de Roldan, Durandal. Espadas brillantes, llenas de piedras falsas, de filos quiméricos. No hizo caso y siguió caminando hacia el fondo de la tienda, donde estaban tiradas las cosas inservibles, el vendedor detrás de él, cuando de repente la vio, pegada a la pared, un poco oxidada, sin empuñadura casi, acabada por el uso, el acanalamiento de la hoja aun brillante, el gavilán formando una cruz. A su lado la vaina de cuero, endurecida por el tiempo. La tomó y supo que eso era lo que quería, supo que siempre había querido esgrimir una espada como esa. La blandió y tiró tajos en el aire y con sorpresa supo en ese momento que le era familiar, que alguna vez la había tenido en su mano, había derramado sangre y alguien había pedido por su vida cuando la veía levantada sobre su cabeza. El vendedor le dijo que siempre había estado allí tirada desde que el había heredado el negocio de su padre y este del padre de su padre. Le pidió que se la afilara un poco. Y bajo la piedra amoladora salió el filo, asesino y demencial. Arreglaron los precios y se marchó. La niebla había levantado. Entró a una de las tabernas bajas, soterradas. que había en esa parte y pidió un poco de vino que le sirvieron en un cuerno basto y que se bebió rápidamente. Parecía vinagre y raspaba la garganta, nada que ver con los vinos del Duero que había probado antes. Pidió un poco de pan y le trajeron uno redondo, quemado, con restos de trigo sin moler, duro, que había que partir para comerlo, con un poco de aceite de oliva y cebolla. A su alrededor los hombres gritaban, bebían, se peleaban. Estaban unas muchachas sentadas en las piernas de soldados, una con las tetas al aire, la dentadura podrida, los cabellos sucios. La estomatología aquí debe de ser muy cara, pensó, y cuando se incorporó para mirar mejor sintió el peso del móvil en uno de los tantos bolsillos de su traje. En ese instante fuera hubo un clamor que se mezclaba con las campanadas y los alalí de los cuernos, uno de los soldados se quitó a la chica de encima y corrió hacia él, señor, hay que regresar al castillo, aquí no se está seguro, ya llegan. Y a Pedro le pareció todo una inmensa broma, un inmenso teatro, la ciudad entera, de la que él era un participante más, y no iba a echarlo a perder, corrió por la ciudad seguido de una mesnada de hombres sudorosos que maldecían a cada paso, las alabardas levantadas, el pendón azul de su casa de hidalgo, el castillo recibiéndolos y levantándose el puente levadizo.
Era el mismo castillo, pero no lo era, y ya soltaban las saetas por encima de él, y ya el asedio comenzaba y las catapultas arrojaban proyectiles incendiarios sobre la fortaleza. Y el rey se acercaba, él nunca lo había visto antes pero sabía que ese hombre barbado, macilento, con la cota de mallas ensangrentada y la espada mellada era el rey. Se arrodilló y el rey lo levantó y le dijo que dejara esas ceremonias para cuando vencieran , y que si salían de esa, vive dios, que le daría las heredades de Daroca y Valdehornas. Y Pedro comenzó a gritar como un loco su agradecimiento y aleccionar a los ballesteros bajo su mando, que fueron cayendo uno a uno bajo el fuego enemigo.
De repente las tropas contrarias irrumpieron y Pedro se lanzó sobre ellos espada en mano, cuando la primera sangre de los hombres enemigos brotó pensó que era demasiado real para ser un teatro, y si era así, pues que viviera el teatro y se lanzó de lleno a la batalla, caminando sobre cadáveres, manos cortadas, puñales partidos. Troceaba a placer, como si nunca hubiera hecho otra cosa, pero los enemigos no se detenían. De repente sintió un empujón y vio con duda, con dolor, como debajo de la axila comenzaba a formarse en la sobrevesta una mancha carmesí. Quiso taponarla pero no pudo. No tuvo tiempo. La primera flecha se clavó en su cuello, la segunda bajo el hombro. Cayó de rodillas. Pedro miraba incrédulo la sangre que corría por su cota de malla, dejó caer la espada ya sin fuerzas y su último pensamiento fue que no era posible, que todo había sido una broma que alguien le había jugado, un mal teatro y que en cualquier momento alguien le palmearía el hombro y reiría con él y lo felicitaría por su papel en la obra.
El móvil comenzó a timbrar.

Victor Hugo Pérez Gallo. Daroca y 2017.

 

Victor Hugo Pérez Gallo (Cuba, Nuevitas, 1979)

Doctor en Ciencias Sociológicas, Narrador y Ensayista. Premio de Cuento
Escalera de Papel, Santiago, 2000. Mención Premio Cuento Erótico,
Camagüey, 2000. Premio NEXUS de cuento fantástico, La Habana, 2003,
Premio de Cuento Corto Minatura, La Habana, 2003. Mención Premio
Celestino de Cuento, Holguín, 2003. Tercer Premio de Cuento Tristán de
Jesús Medina, Bayamo, 2006. Beca de Creación Sigfredo Álvarez Conesa,
La Habana, 2007. Ha sido publicado en la antología de cuento erótico Nadie
va a mentir (Acána, 2001), en la antología de cuento fantástico Sendero del
Futuro (Sed de Belleza, 2005), las antologías de narradores Todo un cortejo
caprichoso (La Luz, 2011), No hay que llorar(Ediciones Centro Pablo, 2012),
Mambises del Siglo XXI(Editorial Abril, 2012), Raíles de Punta(Sed de
Belleza, 2013), Hijos de Korad,(Gente Nueva 2014) y en diversas
publicaciones electrónicas internacionales y en revistas literarias cubanas.
Premio Mejor Autor Novel. Santiago de Cuba 2012. Premio de Novela
Fantástica Hydra, la Habana, 2013. Premio UNEAC Eduardo Kovalinker de
Cuento, la Habana, 2014. Premio Abril de literatura para jóvenes, la Habana,
2015. Tiene publicado el libro de cuentos, La Eternidad y el Peligro de Morir
(La Luz, 2011), la novela ucrónica Los Endemoniados de Yaguaramas por la editorial Abril (2014). Formó parte del segundo curso del Centro Nacional de
Narradores en Cuba “Onelio Jorge Cardoso”. Integra la Asociación
Aragonesa de Escritores.


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