Adolfo Burriel
A estas alturas, no puede decirse que Miguel Labordeta sea un poeta por el que la crítica ha pasado de puntillas. Que yo sepa, ha merecido, al menos, tres tesis doctorales, dos veces (con pequeñas variantes) se han publicado sus obras completas, un congreso en 1994 (En lo alto del Faro. Sumido 25. Homenaje a Miguel Labordeta) se encargó de pasar revista a sus escritos y a su vida, y se cuentan por decenas los tratados, artículos y comentarios sobre su poesía. Sí sorprende, sin embargo, que la casi totalidad de esos trabajos se deba a críticos y estudiosos aragoneses, y que, en buena medida, la crítica de fuera no le haya prestado la atención que su obra sigue mereciendo[1]. Como recuerda Ángel L. Pietro de Paula –por cierto, en este caso, crítico no aragonés- en su reciente Poesía española de la II República a la Transición[2], “solo el aislamiento geográfico y cultural pueden justificar que Miguel Labordeta no figure en las antologías poéticas de los años 50 y 60 del siglo pasado”. Lo cierto es que, a pesar de las reverencias que ha merecido, Miguel Labordeta sigue siendo un ejemplar un tanto perdido, y no porque haya cumplido su palabra de huir “a las sagradas colinas”, sino porque se le ha dejado solo en su ventana, mientras el mundo “se arrasa mañana por la mañana”[3].
A lo mejor, lo que pasa es que Miguel, escribiendo “a escondidas en los muros”[4], yendo a Madrid en busca de nuevos conocimientos y títulos, pero regresando al pronto a su lugar de origen y crecimiento, solo sintió el ardor de sus destemplanzas en esta tierra oblicua donde vivir sin abalorios era una razón de existencia. “Decidí morirme y torné / es decir me vomité de nuevo en la zaragozana gusanera”[5]. Se vomitó, y lo hizo, además, con su “falta absoluta para las relaciones públicas tan urgentes en una sociedad provinciana y mediocre”[6].
La zaragozana gusanera, provinciana y mediocre, no muy diferente, eso sí, a la gusanera de otras muchas ciudades.
Aquellos años, los 50 y 60 del siglo XX, si algo merecían era ser llamados por su nombre, y pocos nombres más expresivos podían encontrarse que gusanera. Dicho sea sin que ello haga olvidar los ejemplos de empuje (que los había en Zaragoza), ni permita echar en saco roto todos los otros intentos, leves en su extensión y casi locos en sus propósitos, que, a remo y contracorriente, pretendían salir del hueco vacío donde brindaban a oscuras los mandos oficiales[7].
Allí estaba aquella Zaragoza estrechamente pilarista, rudamente autoritaria, con José Manuel Pardo de Santayana al frente del Gobierno Civil y de la Falange, con Monseñores Rigoberto Domenech, Casimiro Morcillo y Pedro Cantero, uno tras otro, vigilando los bancos inmorales de los parques, con una burguesía que empezaba a echar humo pero seguía acolchada, con las películas 3R y 4, como Gilda o Mogambo, gravemente peligrosas o para mayores con reparos, analfabeta todavía por encima del 10 % de su población, escondida en las sombras de los barrios y no muy viva en los andenes del centro, aquella Zaragoza propicia a los soliloquios, esa es la que fue capaz de procurarse este revulsivo no preparado ni pretendido, pero cierto y activo, tan desmesurado en sus palabras como comprimido en sus modos, que se llamó y se sigue llamando Miguel Labordeta.
Miguel Labordeta fue, sin encomendarse a los hacedores de milagros, y, desde luego, sin buscarlo, una especie de agitador, imperceptible para muchos, desenfundado y desenfadado para otros, a cuyo ardor hallaron lugar común –y él lo halló entre ellos- los poco bendecidos Manolo Derqui, Manolo Pinillos, Gil Comín, Luis García Abrines, Eduardo Valdivia, Pío Fernández Cueto o Antonio Fernández Molina. Y fue también algo así como el inexistente presidente de una inexistente Oficina Poética Internacional (la O.P.I.), con sus vanas delegaciones mundiales, en la que, sin estar nadie presentes en ella, arrimaron sus hombros y sus talentos grupos variables de insatisfechos visionarios como Rosendo Tello, Emilio Gastón, José Antonio Labordeta, Fernando Ferreró, Guillermo Gúdel, Luciano Gracia, Julio Antonio Gómez, José Ignacio Ciordia, Benedicto Lorenzo de Blancas, Manolo Rotellar, Raimundo Salas, Emilio Alfaro, Pepe Orús, Antonio Artero, José Antonio Rey, Mariano Anós, Fernando Villacampa, el mismísimo Vicente Cazcarra, imagen golpeada del PCE, y otros más que llegaron y no permanecieron, pero que, sin más deseo que otro mundo, pasaron y estuvieron. Era, claro, la tertulia del café Niké, en la entonces calle Requeté Aragonés de Zaragoza. No solo de poetas, como se ve, pero, sobre todo, de poetas.
Dije tertulia por aquello se seguir con la costumbre, pero, si hemos de ser honestos con los hechos, aquello “no fue fundación ni entidad cultural”, como Rosendo Tello recuerda. No tuvo, también a su decir, “fundadores” o “líderes”, ni tampoco fue, miren ustedes por donde, “una tertulia en sentido estricto”[8]. El mismo Miguel Labordeta solía acudir únicamente a veces, y no puede decirse que fuera uno de los adictos. Eso sí, como de nuevo Rosendo Tello recuerda, “el espíritu de Niké alentaría en el grupo de los auténticos creadores”.
“Habitante de un mundo extraño”, que así también lo llamó Rosendo Tello, “poeta de la soledad”, como le dice Clemente Alonso Crespo, “rara avis en una ciudad oscura de un país en gran medida triste y siniestro”, según Alfredo Saldaña y Antonio Pérez Lasheras, Miguel Labordeta –da igual que fuera a su pesar- sirvió, en aquellos tiempos de mezquindades, para remover, entre el desdén y la ruina, el aire coronado por una imposible Berlingtonia[9], en la que pudiesen mirarse los espacios y sostenerse los deseos de una nueva poesía (digamos también vida) “depurativa, liberadora y proféticamente acusadora”[10].
Miguel Labordeta, sirvió de fuego y acicate en esos rincones donde se ocultaba y crecía la esperanza de algo diferente, donde la cultura podía imaginar otros abiertos horizontes. No sólo era el grupo (o no grupo) de quienes componían la no tertulia de Niké, variados y cambiantes a veces, pero siempre dejando una especie de rescoldo inapagable, era también el derredor del Colegio Santo Tomás de Aquino donde, desde que lo dirigiera su padre (y luego él mismo), se vivía una enseñanza que no cabía en los moldes oxidados de su tiempo, eran los juegos de búsquedas y milagros que, visto desde hoy, sí ponían luz y misterio en una sociedad pretendidamente sin sustos. De hecho, de entre aquellos escondidos manejos, surgieron artistas que hoy son recordados (no siempre bien recordados), nacieron revistas literarias de tanto interés como Ansí[11], Orejudín. Establecimiento metalírico[12] , Papageno[13], Despacho Literario[14] o Poemas[15] (en las que, dicho sea de paso, y a pesar de la corta vida de casi todas, participaron nombres de reconocida valía nacional), y se editaron libros desde los que se aireaba la sequedad que traían los libros oficiales. Y, claro que sí, se tendieron lazos hacia donde se podía, cerca igualmente de quienes, aspirantes al Olimpo, merodeaban por las trincheras de la creación[16], llegándose al punto de que el propio Miguel Labordeta se hizo prologuista de aquella antología titulada La generación del 65, una presuntuosa y un tanto fatua muestra de la poesía joven de la Facultad de Filosofía y Letras, que nunca salió a la luz porque los poderes públicos –hasta ahí llegaban las garras- decidieron secuestrarla.
“Indagar las primaveras que nacen del sollozo terrestre”. “En lo alto del Faro”[17].
Y es que este caminar de paso esforzado, si no llegó ciertamente a cambiar las cosas, que los cambios necesitaban todavía mucho más tiempo y tristezas, sí fue un caldo donde empezaban a cultivarse unos modos, unas enseñanzas y unos compromisos mucho más esperanzadores. Y sí posibilitó también que dentro de la zaragozana gusanera pudiera haber estos espacios de cultura despejada y de deseos de vida, que no es bueno que anden perdidos o ajenos a la memoria.
[1] Javier Barreiros, en un artículo sobre La recepción de Miguel Labordeta en las antologías de poesía español contemporánea comenta que “ML no ha sido recogido en ninguna de las grandes antologías … publicadas durante los 50 y los 60 y que solo en alguna publicación periódica ha aparecido alguna muestra antológica de su poesía”. Sí ha sido recogido, obviamente en otras antologías de poesía aragonesa, como Antología de poesía contemporánea II de José M. Aguirre (Ed: Zaragoza. Ebro 1972) o Antología de la poesía aragonesa contemporánea, de Ana María Navales (Editorial Zaragoza. Librería General 1978).
[2] La poesía española de la II República a la Transición (Publicacions Universitat d’Alacant, 2021).
[3] Ver el poema Un hombre de treinta años pide la palabra (Epilírica, 1961).
[4] “¿Dime, Miguel quién eres? /.., ¿Por qué a escondidas escribes en los muros,,,?”. (Espejo, de Sumido 25 -1948).
[5] Recordatorio (Epilírica, 1961).
[6] Retrato, de José Antonio Labordeta, en la edición de las Obras Completas de Miguel Labordeta (Ediciones Javalambre, 1972)
[7] Fernando Villacampa, hablando de esta época (El hombrón jovial y los jovenzanos pretenciosos en la gusanera (Hacia lo alto del faro. Actas del Congreso Sumido-25)), no olvida el valor de “beneméritas instituciones, como el Ateneo, la Institución Fernando el Católico, la Agrupación Artística Aragonesa, la Societá Dante Alighieri, el Aula de Cultura de la Diputación, etc., en cuyas galerías, salas de conferencias o publicaciones se podía, con frecuencia, escapar por un rato de la ramplonería dominante. Había también invento estupendos como la revista hablada Cierzo, o, sobre todo, la Aproximación Filosófico-Científica, una delirante ágora socrática, comandada por los doctores Gálvez y Ara (el padre del inolvidable Toño)… Mientras tanto en la Universidad –en los Departamentos de Actividades Culturales- en los Colegios Mayores, en los TEUS, en los cineclubs, en los recitales de música, en las publicaciones a ciclostil en los pasillos y bares de las Facultades, se estaba fraguando otra cultura”. Y yo no olvido las librerías, como Libros, Hesperia o Pórtico, primero quiosco en Independencia, luego librería en calle Costa, donde podían, a escondidas, encontrarse –y hablar de ellos- libros no permitidos. E incluso los bares –aparte de Niké-, como Los Espumosos o el Café Levante o el Maravillas…
[8] Rosendo Tello, en Naturaleza y Poesía. Memorias (1931-1950), señala “que algunos componentes de mayor edad coincidieran allí por primera vez fue un hecho fortuito que solo adquirió consistencia y fuerza de costumbre cuando el café fue capaz de atraer a un gran número de individuos”
[9] Berlingtonia, la musa imaginada de Miguel Labordeta, “Galaxia madre, amada mía…” como la llamaba.
[10] Segundo Manifiesto (Ópico) Jounakos al país y sus alrededores más céntrico en otoño o así. 1951
[11] Ansí (1953.1955) nació de la tertulia que andaba por Los Espumosos, y fue dirigida inicialmente por J.M. Aguirre. Combativa hasta la extenuación contra toda la poesía de su tiempo y su antetiempo, en ella tuvo especial presencia, entre otros poetas destacados, Miguel Labordeta.
[12]Orejudín. Establecimiento metalírico (1958-1959), dirigida por José Antonio Labordeta.
[13] Papageno (1958-60). Con solo dos números editados, dirigida por Julio Antonio Gómez. En el segundo de ellos se publicó “Oficina de horizonte”, obra teatral de Miguel Labordeta.
[14]Despacho Literario, dirigida por el propio Miguel Labordeta
[15] Poemas (1962), que dirigieron Guillermo Gúdel y Luciano Gracia.
[16] Cómo no recordar, aunque sé que habrá olvidos, a los malogrados Ignacio Prat o José Antonio Maenza, ambos prematuramente desaparecidos, el primero en plena madurez literaria, y el segundo, cineasta, a cuestas siempre con su premonitoria película El lobby contra el cordero.
[17] La voz del poeta, (Transeúnte Central,1950).