Begoña Fidalgo Domingo
Accésit en el Premio Internacional Julio Cortázar, de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Relato incluido en el libro “Todo es agua”, finalista del Premio Setenil (2021)

Begoña FidalgoCuando Ágatha llegó a nuestra casa, mi marido ya la estaba esperando recostado en la verja del jardín. No vi si se frotaba el dedo pulgar por los labios. Era invierno y los rosales aún no habían florecido. Oí el claxon del coche de mi hermana, tenía un sonido que martilleaba, como los autos de choque. Yo todavía estaba en bata, preparando las camas para los niños en la planta de arriba. Mateo llevaba un rato en la verja. Mi hermana venía con sus dos hijos: Zeus y Zoe. Dos preciosidades.

También traía un gato tuerto. Tuerto de un ojo, me dijo un día Zoe, que era más lista que su hermano. El gato se llamaba Zas-Zas. Nunca le pregunté a mi hermana por qué le había puesto un nombre compuesto, ni por qué no se había casado con Mateo. Seguro que me hubiese salido con alguna teoría sobre la reencarnación. Zas-Zas llevaba un parche de pirata, a juego con los guantes-botines que le ponían en las cuatro patas para que no se lo quitara. Otra preciosidad. Era uno de esos gatos que suelen tener las pitonisas; un capricho de mi hermana. Hacía poco que Zeus le había volado el ojo con una escopeta de perdigones que le había regalado su padre, el ex marido de mi hermana. Parece que el gato no vio venir el perdigón.

Hasta esa misma mañana, Mateo y yo habíamos estado discutiendo sobre dónde instalar a mi hermana y sus hijos. Se acababa de separar del padre de Zeus y venía a pasar con nosotros una  temporada.

 

Mateo espera en la verja del jardín. Se apoya con una pierna, al instante con la otra. Suena un claxon familiar. Kathy está en bata, haciendo las camas.

 

Viví con mi madre y mi hermana hasta bien pasados los veinte, uno me faltaba para los treinta. Solía encontrar trabajos eventuales; un verano tuve tres diferentes. Con los tres completé un sueldo y se lo entregué a mi madre. Guardó el sobre debajo de una sopera que sólo se utilizaba en Navidad. Ella se mantenía con la pensión de viudedad y con su pena. Mi hermana cada vez que iba a una entrevista de trabajo, y le gustaba ir a varias, estrenaba ropa. Y mi madre levantaba la sopera.

Encontré un trabajo fijo de camarera en un hostal-restaurante de carretera, no muy lejos de mi casa, y me alojé allí. Ya no volví a vivir en  casa de mi madre.

 

El claxon del coche de Ágatha no deja de sonar. Mateo abre atropelladamente la verja del jardín. Los niños saltan en el asiento del coche. Kathy se asoma por la ventana. No salta.

 

A Mateo lo conocí en el restaurante, transportaba productos para embalaje y solía parar a comer. Siempre llevaba el mismo cinturón con los ribetes gastados y la camisa bien metida por dentro. No le gustaba la verdura y no tomaba postre. Yo le hacía el café muy cremoso. A él le gustaba mucho. Y a mí también.

He de reconocer, hermanita, que has sabido sacar partido a tu trabajo de mierda, me dijo Ágatha cuando le presenté a Mateo. Él estaba apoyado en el toldo del camión de “Embalajes Fleje” a lo James Deen, con una mano apoyada en el cinturón y con la otra tocándose la boca. Empezaba mi turno de trabajo y allí los dejé. Mateo movía el toldo con la espalda y Ágatha movía el culo sobre sus tacones acharolados. Antes de entrar al restaurante me giré y todavía estaban sosteniéndose la mirada. Así estuvieron una buena temporada, hasta que Ágatha se marchó de casa de mi madre con el padre de Zoe, que era actor profesional.

Mateo siguió con los flejes y le serví muchas comidas sin café. Aguantó. Un día, agarrándose al bolsillo de mi delantal, me lo suplicó, sin el café no podía seguir, se dormía en el camión. Se me cayó la libreta de las comandas al suelo, nadie me había pedido así un café. Los dos nos agachamos a recoger la libreta, y según íbamos incorporándonos, yo agarrada a la libreta y él a una hoja suelta que colgaba, me propuso que nos fuésemos a vivir juntos.

Alquilamos un piso con dos franceses que habían venido de temporeros y comían en el restaurante. Me pareció bien compartir gastos. A Mateo no le entusiasmó la idea, ni a mí el lío que había tenido con Ágatha. A los franceses les seguían renovando los contratos en la recogida de naranjas y a mí me ascendieron a encargada. Mateo acabó estando bien de alquiler compartido. A veces, sin mirarme, me preguntaba por Ágatha. A veces, yo follaba con uno de los franceses. Era una forma, como otra cualquiera, de contestar a sus preguntas.

Durante un tiempo, mientras Ágatha dejó al padre de Zoe y conoció al padre de Zeus, no supe nada de ella. De encargada se trabajaba más y apenas hablaba con mi madre. Quizás ella seguía echando de menos a mi padre. Y también a Ágatha. Yo coincidía con ella en lo primero. Mateo estaba por ahí, liado con los embalajes, y con su café cremoso después de las comidas. Fue una buena temporada. Hasta que un día vio la taza del francés vacía en la mesa, con la espuma todavía pegada en el reborde. Por la noche, después de follar, Mateo me pidió que nos fuésemos a vivir solos. Aposté fuerte. Y le propuse comprarnos una casa pequeña para nosotros. Me siguió la apuesta y hasta nos casamos.

 

La pierna izquierda de Ágatha sale del coche. La derecha espera dentro. Mateo se agarra el cinturón. Los niños chillan, portazos. Piiii, piiiiii. Un gato maúlla. Kathy baja las escaleras. La pierna izquierda en un escalón y la derecha en el mismo. Respira.

 

Hacía poco tiempo que nos habíamos venido a vivir a esta casa unifamiliar. Con jardín y rosales de hoja caduca, y una manguera para regar. En la planta calle estaba el salón-cocina, un aseo y una habitación pequeña, debajo del hueco de la escalera. El vendedor de la inmobiliaria adivinó que no tendríamos personal de servicio, ni jardinero, y nos dijo con una risita que era la habitación para la suegra. O si pongamos por caso, nos rompíamos una pierna. En la primera planta había una habitación grande, con vistas a los rosales, un baño con los azulejos gris perla y una habitación más pequeña. Para cuando vengan los niños, intervino de nuevo el de la inmobiliaria, con un  codazo a mi marido. No, dijo Mateo, a Kathy no le gustan los niños, ella dice que antes un gato. Sólo faltaba por ver un armario empotrado en el pasillo. Unos días más tarde vi a Mateo y al vendedor de la inmobiliaria tomando cervezas en un pub con unas chicas. Mateo se notaba que era transportista, se hacía pronto a los sitios.

 

Los niños gritan haciendo bocina con las manos. Ágatha toca el pito. Mateo aguanta la verja. Un maullido. Kathy acaba de bajar las escaleras. Se recompone la bata.

 

Mi madre empezó a echarme en falta, y un día me llamó por teléfono al restaurante, a la hora de servir las comidas. ¡Cómo se va a ir tu hermana de alquiler, con los niños y el gato! ¡Con lo mal que lo está pasando con lo del ojo del gato! ¡Si sólo es una temporada! Ese  soniquete empezó a aporrearme, día sí y día también, al que pronto se unió Mateo. Otro martilleo, como si estuviese la olla exprés y la cafetera silbando al mismo tiempo. No sé por qué Ágatha no se fue a vivir con mi madre, ni por qué mi madre pensó que mi hermana estaría mejor con nuestros dos sueldos que con su pensión de viudedad. Tampoco sé por qué no me negué.

El primer día que tuve fiesta empecé a preparar las habitaciones, y sin acabar de hacer las camas de los niños me fui al baño a vomitar. Cuando me incorporé vi las cuatro paredes de azulejos, a cuadraditos gris perla. Es lo que se llevaba. Ni siquiera me había dado tiempo de colgar el portarrollos, ni la percha del albornoz.

 

Los niños persiguen al gato por el jardín. Ágatha sigue tocando el pito. Mateo se desliza dentro del coche. El claxon deja de sonar. Kathy va corriendo al baño.

 

Sólo tenía una funda nórdica y la coloqué en la cama de la habitación de arriba. Mateo se había empeñado en que era mejor que mi hermana ocupase nuestra habitación de arriba, y en la otra los niños. Así ellos compartirían baño y nosotros, abajo, tendríamos aseo en exclusividad. El gato, que duerma con nosotros, ¿no?, le dije mientras me comía media manzana roja y le ofrecía la otra mitad. Kathy, que sólo es una temporada, me dijo Mateo.

Antes de comerme la manzana había oído hablar por teléfono a Mateo y Ágatha, sobre un colegio cercano para los niños. ¡Ah, qué bien!, me dijo otro día Ágatha por email, ya me ha dicho Mateo que cerca de vuestra casa hay un veterinario. Ya sabes que Zas-Zas todavía necesita revisiones periódicas de su ojo, hasta que le encaje bien la prótesis y le quitemos el parche. Me he negado a que le cosieran el párpado, continuaba el correo, qué horror, es carísimo, pero le han puesto un ojo con el iris azul turquesa. Yo supuse que era el color de temporada. Lo último de lo último, eso le contesté. Seguro que me respondió: cabrona. Apostaría a que lo escribió con mayúsculas, pero luego lo borró. Por si  en la reencarnación se le volvía en su contra.

 

Los niños siguen persiguiendo al gato por el jardín. El gato corre. Ágatha y Mateo se entrelazan las piernas. La alarma del coche enloquece. Kathy tira de la cadena de la cisterna.

 

El claxon del coche de mi hermana estaba a punto de desquiciar a todo el vecindario. Por fin, paró. Zeus o Zoe, cualquiera de los dos, estaban persiguiendo al gato. Ágatha y Mateo estaban dentro del coche saludándose y saltó la alarma. Me puse un abrigo encima de la bata, uno de color malva. Fui a la cocina y abrí una lata de carne delicatessen para gatos que Mateo había comprado. Cogí una bola de carne y salí al jardín.

El gato vino a refugiarse entre mis piernas y casi me tira al suelo. Los niños venían detrás. Los guantes-botines del gato eran de piel muy suave, de color azul turquesa. Mi hermana no escatimaba. Con una mano le agarré bien fuerte ambas patas. Se notaba que la piel era buena, las patitas se retorcían por dentro, pero las uñas no traspasaban. Entonces le metí la bola de carne en la boca, antes de que me destrozara la mano. Sin soltarle las patas, le arranqué el ridículo parche y le saqué el ojo. Solté al gato.

 Ágatha y Mateo salieron del coche. Me giré hacia ellos aleteando los brazos, con la cara desencajada y el ojo apretado entre los dientes. Me había asegurado de que el iris azul turquesa quedase hacia afuera. El gato salió despavorido, escupiendo la carne y tropezando con la manguera de riego. Zeus y Zoe desencajados se agarraron a la cintura de su madre. Ágatha y sus hijos corrieron hacia el coche, como si acabasen de ver algo atroz. Salieron a toda velocidad, sin atreverse a rozar el claxon.

Mateo se recompuso el pantalón y se le quedó la boca entreabierta, con el labio inferior colgando, a punto de decir algo. Escupí el ojo al suelo y le fue rodando hasta su pie. Allí se quedó el ojo, como un pequeño adorno de jardín. Le ordené que fuese a buscar al gato. Al momento lo trajo colgando del pellejo del cuello, pataleando. Le quité los cuatro guantes-botines y le puse el resto de carne delicatessen en un cuenco. Al lado otro con agua.

Subí a mi habitación, me quité el abrigo malva y acabé de hacer la cama. Alisé con suavidad la funda nórdica. Mateo y el gato iban a dormir en la habitación de abajo, así tendrían más intimidad. Desde la ventana miré los rosales y me pregunté de qué color serían las rosas cuando floreciesen.

 

Ágatha y los niños se han ido. Silencio. Mateo está en el tejado arreglando unas tejas rotas; lleva tres arañazos cruzándole la cara. Muy superficiales. El gato tuerto intenta atrapar a una mariposa. Kathy está regando los rosales.


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