María José San Juan Martín

Cuando vas a morir, ¿Qué es más importante?
¿Un libro o un cigarro?

Paul Auster

Una amiga me dijo que después de un divorcio sentirse irreal, perdida y confusa era lo más frecuente. El duelo de la pérdida lo distorsiona todo. A veces no agrieta, otras nos rompe. Tienes que darte tiempo. El sentimiento aprende.

Como ella se había divorciado cuatro años antes, sus palabras despejaron mis dudas y me tranquilizaron. La voz de la experiencia, una voz para mí aún desconocida, había afirmado que era como todos y en absoluto rara. La media, la mediana y la moda; yo estaba en la media a pesar del dolor y de la culpa. Porque siempre hay culpa. Sabía que el camino era duro, temible y atractivo. Debía centrarme en hacer bien el duelo. No anclarme al pasado y seguir adelante, porque había leído que el tiempo normal para asumir la pérdida de alguien eran dos años. Si se alargaba más había que hablar, en términos freudianos, de duelo patológico.

También dijo mi amiga que me ayudaría a subir mi autoestima y a dejar de pensar en todo lo ocurrido y en mi ex a todas horas, ocuparme en algo; marcarme objetivos: estudiar un idioma, hacer algún deporte, o dejar de fumar, como siempre juraba que haría. Reunir poco a poco las piezas de mi puzle. Volver a ser la que era. Pero, ¿quién era yo después de tantos años al lado de aquel hombre que me hizo sentir tan desgraciada? Sonreí al darme cuenta de que ya no era el chico al que di el primer beso en la boca. Ni tampoco mi ex…, el foso se agrandaba, las murallas crecían, las almenas, las torres…, ahora era aquel hombre, un adjetivo demostrativo que denota distancia. A veces, el hombre se perdía y se quedaba en él, pronombre personal en tercera persona.

Decidí inscribirme un centro deportivo. Hacía aerobic, bici, pesas y zumba. Para aguantar el ritmo empecé a controlar lo del tabaco.

Resultaba penoso acotar el placer, no dejarse llevar como hasta entonces. Era tan confortable inhalar aquel humo cargado de venenos. Encender un cigarro y aspirar nicotina, alquitrán, amonio, DDT, naftalina, acetona, amoniaco, butano, tolueno, arsénico y polonio. Me sentía muy sola cuando no los tenía. Lo peor para mí cuando estaba fumando era lo del polonio. Me venía a la mente el pobre Litvinenko, allí, en el hospital, con su cara deforme salpicada de bultos, su mirada exoftálmica enfocada a la cámara y su pobre mujer reclamando justicia. Y por si fuera poco, a eso se podía añadir el enfisema y también el EPOC, el cáncer de vejiga, el cáncer de pulmón y el de tráquea, con la chapa brillante tapando el agujero. Ya sentía la quimio, su calor en la sangre, el sabor a metal en la boca, la caída del pelo y, después, la peluca.

Para torcer el rumbo que sin dificultad llevaba hasta mi objeto de deseo, ideé una estrategia. Dejé la cajetilla de tabaco guardada en el buzón del portal de la casa. Yo vivo en el noveno. Cada vez que quería un cigarro tenía que llamar al ascensor y bajar nueve pisos. A ese inconveniente se sumaron las miradas oblicuas, primero del portero y después, poco a poco, las de algunos vecinos. El portero, además de mirarme sin ningún disimulo, empezó a tutearme sin pedirme permiso. Ya no era la señora que vivía en el piso noveno de la escalera derecha, sino una chiflada, una pobre demente. Cuando entraba en el patio salía precipitadamente de la garita y venía a mi encuentro. Sus temas preferidos eran el tiempo atmosférico y los problemas de salud de alguno de los vecinos, ¿qué tal te encuentras? Si necesitas algo…Por otra parte, aunque no me gustara aquella vigilancia, tenía que admitir que era lo normal ante tanto trasiego de entrar y de salir, de ascensor para abajo y para arriba de día y de noche vestida con la ropa de casa o en bata y pijama.

Después de analizar los peros y los contras, llegué a la conclusión de que si pretendía ceñirme en la cabeza la corona de olivo, aquello resultaba insuficiente. Debía de encontrar algo mucho más drástico.

 

Muy cerca de mi casa había una tienda donde vendían, entre otras muchas cosas, cigarrillos sueltos. Empecé a comprarlos. En veinticuatro horas no fumaba más de ocho. Compré una pitillera y puse allí mis dosis. Cada noche, después de asegurarme de que el portero había recogido las basuras y la gente dormía, la volvía a llenar con los ocho cigarros. De esta forma limité las bajadas y subidas, lo que también redujo las miradas de todos los vecinos. No así las del portero. Él, sin discreción alguna, cuando entraba al patio me clavaba los ojos y venía mi encuentro con una excusa u otra. Para que se me aproximara empecé a fingir que hablaba por el móvil. Subía al ascensor, apretaba el pulsador del nueve. Primero, segundo, tercero…, recogía el móvil en el bolso, sexto, séptimo…, y seguía pensando en el tabaco. En cómo conseguir reducir los cigarrillos. Fumar seis por el día y dejarme un par para la noche. Eso era importante, no quedarme sin nada por la noche.

 

Un día a las tres de la mañana me desperté sudando. Sentía opresión en el pecho, no me llegaba el aire a los pulmones, no podía mover el diafragma… Necesitaba algo que calmara mi angustia y sabía qué era. Me puse una bata, bajé hasta el buzón, abrí la pitillera pero estaba vacía. Proferí un juramento. Le di varias patadas a un macetón con flores de plástico que había en el patio, arranqué unas cuantas, les desmembré las hojas a tirones, les retorcí los rabos, las arrojé al suelo, escupí sobre ellas y me puse a subir las escaleras.

¡Ha sido el portero! Maldecía, juraba. ¡Ojalá se contagie de la peste bubónica!

Cuando llegué a mi piso, coloqué unos papeles en el suelo y volqué sobre ellos el cubo de la basura. Rebusqué entre los restos. El olor era ácido e intenso, parecido al del vómito. Encontré tres colillas desteñidas y húmedas, pero aprovechables. Las metí en el horno para que se secaran. Cuando estuvieron secas las deshice una a una. El tabaco que obtuve lo lié con papel de fumar y aspiré la amalgama con los ojos cerrados. Por fin la nicotina! Mis sentidos se abrieron, con ellos los recuerdos y el rostro aún amado que intentaba evitar para reconstruirme.

No aguantaba la idea de no tener tabaco. Me puse un vaquero y una camiseta y llamé a un radio-taxi. Después de unas vueltas, encontré un tugurio. Eran casi las dos de la mañana.

 

—Espere un momento, que voy a por tabaco —le dije al taxista.

—¡Chata! ¿Si quieres otra cosa además del tabaco? —Me dijo un mamarracho que había en la barra.

Metí unas monedas y esperé a que saliera. Sobre un recuadro blanco, unas letras mayúsculas en negro decían: FUMAR PRODUCE CÁNCER.

Subí al taxi, encendí un cigarro e inhalé hasta el fondo. El taxista no me puso problemas porque era psiquiatra. Trabajaba en el taxi para captar clientes. En el taxi, me dijo, la gente se relaja y te empieza a contar sin preguntarle. Los atiendo en el coche. Me llaman, los recojo, hacemos la sesión mientras van a algún sitio y les cobro. La palabra les cura. Tienen que desahogarse. ¿Dónde mejor que aquí? Porque ahora, señora, con las prisas actuales, todo eso del diván solo se ve en el cine. Como estética vale, pero no es realista. La clave es adaptarse. De hecho, el paso del Homo neanderthalensis al Homo sapiens se produjo por eso, porque supo adaptarse, así sobrevivieron, los otros ¿dónde están?, solamente en los libros. Ese es el secreto, no aferrarse a nada. En eso estoy de acuerdo con los maestros zen y también con el yoga, debemos aceptar, no poner resistencia. Los clientes me dicen que tienen mucho miedo a saber quiénes son en el fondo. Yo les digo que sepas o no sepas, uno es lo que es, tenemos que aceptarlo. Oponernos al cambio o negar lo que somos nos lleva al sufrimiento. También es importante conocer a los otros.

Le conté que estaba dejando el tabaco. Me dijo que él lo había dejado hacía cuatro años. Según su teoría se empieza a fumar por una frustración. No aceptar la renuncia al pecho de la madre. Uno se queda anclado en la fase oral. La rabia contenida impele al tabaco y también a morder y eso es un problema.

—Yo me muerdo las uñas, le confesé.

—¡Ahí lo tiene, señora! Se muerde a sí misma.

Cuando le iba a pagar, me dio una tarjeta. No descarto llamarle…

Compré un chupete. Iba con él por casa, pero no funcionó porque deseaba mi humo, mi polonio, mi amonio, mi acetona. Además, empecé a beber leche, que hasta entonces apenas si probaba y a llamar por teléfono a mi madre casi todos los días. Me leí Tres ensayos sobre la teoría sexual, Tótem y tabú y La interpretación de los sueños de Sigmund Freud, y ojeé unos textos de Lacan: El deseo y su interpretación y La relación de objeto. Pero no encontré nada que pudiera ayudarme a comprender mis síntomas. El taxista-psiquiatra, al que llamé un día, refrendó mi sospecha:

—Es una regresión, abandone el chupete.

 

Probé con los cigarros de plástico pero los devoraba. Temí caer enferma. Tenía acidez. Empecé a consumir antiácidos. Cuando estuve mejor me pasé a los cigarros electrónicos coadyuvados con pipas, cacahuetes, cebollas en vinagre, pepinillos, maíz y zanahorias. Me compré varios libros de autoayuda: El último cigarro, Usted no es Humphrey Bogart, De bebé no fumaba, ¿por qué lo hace ahora?

—Toma un tranquilizante —me aconsejó mi amiga.

 

Dejé de ir al trabajo. Me quedaba todo el día en la cama. Me citó la inspectora de trabajo. Le conté mi problema y me dijo que aunque era importante el dejar de fumar y mi salud, ir a trabajar lo era más porque el trabajo transcendía el hecho individual. Habló de la res publica. De la polis, de Grecia, me perdí en Esculapio. Repitió varias veces que el trabajo curaba. Nos crea una rutina. La energía se centra en algo positivo y no en divagaciones. Escribió una nota, la metió en un sobre, lo pegó con cuidado y me lo dio para que lo llevara a un especialista de la Seguridad Social.

—Como está usted de baja, se lo voy a pedir preferente.

 

Fui al ambulatorio y le conté a un psiquiatra que unos meses atrás me había divorciado y que además estaba intentando…, no dejó que acabara.

Es mejor estar sola que mal acompañada, aseguró muy serio. Me recetó un ansiolítico, dejó mi historia a un lado, cogió otra de un montón que tenía a la izquierda y, sin levantar los ojos, le dijo a la enfermera que pasara al siguiente.

Al lado del control de celadores había un cartel que anunciaba cursillos para dejar algunas adicciones. Anoté el teléfono.

Hola, me llamo Lena, soy adicta al tabaco desde hace veinte años. Fumo un paquete al día. He intentado dejarlo por mi cuenta, pero no lo he logrado. Por eso estoy aquí, para pedir ayuda. Me asusta lo del cáncer. Los demás compañeros también se presentaron.

La psicóloga nos dijo, para asombro de todos, que durante la primera semana del cursillo fumáramos todo lo que quisiéramos. Incluso un poco más, casi hasta aborrecerlo, recalcó varias veces.

La gente que estaba en el grupo me resultó simpática. Los notaba cercanos. Cuando decían mono no hablaban de oídas, no era un reportaje que vieron en la tele, ni lo habían leído en un dominical o en alguna revista con buenas intenciones. Hablaban de experiencia, de soledad, de miedo y de otros sentimientos. El tabaco no es sólo el tabaco. El tabaco te hace compañía y te quita la angustia. Está siempre ahí, disponible y fiel. No se marcha con otras ni te pone los cuernos. Anestesia tu rabia y siempre te da tiempo para poder pensar cuando lo que te sale es partirle la cara al sinvergüenza aquel que tuvo la osadía de… Pero eso es digresión, no te vayas del tema y no te justifiques. El tabaco es malo y lo sabes.

En el curso había un compañero que tenía un sentido del humor parecido al mío. Se reía de él mismo, de nosotros, del grupo, de las cosas que a todos nos pasaban por estar empeñados en volver al oxígeno.

Al terminar la sesión íbamos por el mismo camino. Vivíamos muy cerca. Resultaba agradable sentirse acompañada, compartir nuestros gustos:Tengo todos los discos de Keith Jarret. A Krall la vi en San Sebastián y a Petrucciani lo escuché, poco antes de morir, en la sala multiusos. Cuando nombró a Angelopoulos, a Zhang Yimou y a Herzog sentí que había encontrado, en términos estéticos, un alma gemela. Intercambiamos libros. En uno de los que me pasó había una dedicatoria: Para Jaime, con todo mi amor y debajo Verónica.

Hablábamos también de lo duro que era elegir una fecha, el lugar y el momento para fumar el último. Un día me confesó que el tabaco había sido para él como un sfumato que había suavizado la dureza que conlleva la vida en muchas ocasiones. Con él he podido mirar el abismo sin saber que detrás había un precipicio. Tengo que confesar que a pesar de todos sus venenos le estoy agradecido. Pero hay que dejarlo…

Bajamos nuestras dosis. Rituales, despedidas, móviles, direcciones, correos electrónicos. Pensar solo en el hoy, no pensar en mañana y aún menos en siempre…

Cuando llegué a casa cogí un melocotón, le di unos mordiscos y lo eché a la basura. Fui al baño, oriné y me metí en la cama. Tenía en el buzón el último cigarro. El recuerdo de Mario, mi ex marido, llegó sin convocarlo. Advertí con sorpresa que no había pensado en él desde hacía semanas.


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