El vecino llevaba varios días sin sacar la basura. Elvira estaba recelosa. ¡Con lo pulcro que era! Llevaba divorciado unos cuantos años y, aunque era de los chapados a la antigua, había aprendido a organizarse en la casa de tal forma que parecía que lo hubiera hecho toda la vida: cocinar, limpiar, lavar y planchar la ropa… Incluso conocía los lugares donde encontrar los mejores manjares a buen precio; lo confesó en una de las numerosas ocasiones que compartían ascensor, fuera de subida o de bajada.
Decidió husmear en el buzón donde comprobó con horror la acumulación de cartas, propagandas varias y un par de periódicos. ¿Dónde estaría? En su casa no; ya se había molestado en llamar varias veces, en horarios diferentes y durante unos cuantos días.
Tampoco olía mal; descartó la hipótesis del fallecimiento en soledad. Comenzó a dar vueltas al tema que más le preocupaba: el romance largamente pretendido por ella y que él se esmeraba en torear. ¡Con lo bien que estarían los dos compartiendo tele, paseos y comidas! Y algún que otro arrumaco…
En este pensamiento estaba cuando entró el vecino en el portal arrastrando una maleta. La otra mano asía la de una mujer.