Si tuviera que definir con dos palabras la forma actual de vivir diría que consiste en dejar pasar las cosas. Por ejemplo, cada vez que vamos a un museo y el guía nos insta a ver todas las obras en un tiempo récord, dejamos pasar la posibilidad de la recreación o la contemplación estética; o cuando nos trasladamos veloces de un lugar a otro, perdemos la posibilidad de descubrir y atravesar los lugares; o si navegamos por Internet, nos convertimos en «buscadores» del dato, dejando de lado la asimilación y la reflexión. Y es que hoy día vivimos dejando pasar muchas cosas. Casi se ha vuelto una forma de vivir, un estilo, como diría Ortega: vivir dejando pasar las cosas.
¿Pero realmente vivimos cuando dejamos pasar las cosas? La vida es quehacer, proyecto, como dice Ortega, un hacerse en las cosas y con las cosas, pero entonces, si dejamos pasar las cosas, ya no tenemos cosas con las que hacernos y ya no podemos hacernos. Como afirma el filósofo surcoreano Byung-Chul Han[i], hemos pasado del homo faber al homo laborans, del hacer al trabajar. Ya no importa cómo hagas las cosas si con ello obtienes el máximo rendimiento. En el ámbito laboral, por ejemplo, fijamos la atención únicamente en obtener el mejor resultado y no importa lo que hagas si logras optimizar la rentabilidad. Hoy día decimos “trabajamos a pleno rendimiento”, “hemos acabado rendidos”, como si ya formáramos parte de aquel rendimiento. También los actuales sistemas educativos están orientados a la empleabilidad y el emprendimiento, al esfuerzo por hacerse un currículo, estructurado en programas cada vez más dirigistas. Y lo mismo ocurre en el deporte, donde la marca y el récord importan ahora más que el coraje de la lucha, el placer de la competición o el esfuerzo por conseguir la excelencia. Se dice “hay que ganar como sea”, “lo importante es la victoria”, como si la esencia del deporte consistiera en conseguir el mejor resultado.
También en el tiempo dedicado al ocio y el esparcimiento ha penetrado el rendimiento. El hecho de que se observen trastornos o enfermedades como la depresión, la hiperactividad, el déficit de atención o el estrés en edades tan tempranas muestra que el imperativo de rendimiento ha alcanzado también a lo lúdico. Si incluso la salud se ha convertido hoy en un logro o una meta al alcance de muy pocos, generándose toda una industria en torno a ello. Los niños ya no juegan hasta que se pone el sol, sino hasta que se gasta la batería. La aventura, el misterio y la alegría del juego también ceden al rendimiento y al orden: un whatsapp, un aviso, una alarma, son llamadas al orden. A todas horas se nos insta a estar ahí, disponibles, siempre disponibles, alertas a la siguiente llamada, ya proceda de los Smartphone o del horno eléctrico, de los semáforos o de las alarmas del móvil: “No estamos sometidos a un flujo de información (que era posible seguir incluso con una atención distraída), sino a un bombardeo de llamadas, vinculantes –al estar escritas- e individualizantes, esto es, dirigidas solo a nosotros, que nos empujan a la acción.”[ii]
El problema de fondo es que, mirando únicamente por conseguir el máximo rendimiento, acabamos desplazados a la zona del instrumento. Con ello perdemos nuestra condición de sujetos y, por tanto, la posibilidad de hacernos y de forjarnos, de pensar y proyectar formas de vida. El problema de fondo es que, instalados en la Técnica, puesta al servicio de los rieles del poder, hemos perdido la posición desde la que hacer, desde la que mirar o apearnos: Instados a trabajar y a disponer no podemos realizarnos; llamados a la marca y el récord nos olvidamos de la alegría asociada al juego; viajando a gran velocidad nos es imposible el apeo. Y si no podemos hacer, estamos abocados a que nos hagan y a acabar siendo otra llamada, otro aviso, otro excedente. Dice Mumford[iii] que un sujeto maquinizado es un sujeto desvalido. Por tanto, ahora el reto es, desde el desamparo y la presura, recuperar las condición de sujetos como paso previo al hacer y al proyectar.
Al respecto, nuestra propuesta es seguir un único imperativo: hacer de la vida un camino. Hacer de la vida un camino significa abrirse de nuevo a sí mismo, que había quedado enterrado bajo los rieles del rendimiento, abrirse al conocimiento y a la búsqueda, al misterio y al sobrecogimiento. En nuestra mano está provocar al mundo para que éste nos «ponga en camino» de nuevas acciones. Basta mirarlo con nuevos ojos para que comience a interpelarnos de una manera distinta. En efecto, el mantenimiento de actitudes como la contemplación o la atención desinteresadas hace que ya no nos comportemos como usuarios o demandantes de recursos e instrumentos, sino, más bien, como contempladores desinteresados y sustraídos de las exigencias y los propósitos, propiciando la ocasión para que el mundo se revele no ya como objeto de uso y consumo, sino de contemplación o de cuidado. Formas de expresión humana como el arte, la filosofía o la ciencia, surgen de la distancia resultante de aquel provocar, al tiempo que, una vez constituidas, son capaces de afianzar los vínculos humanos: El dios del fuego sirve al hombre primitivo para relacionarse provechosamente con la Naturaleza, la substancia cartesiana para conocer el mundo con vistas al progreso, y Nietzsche anuncia la “muerte de Dios” en la distancia, o con la distancia suficiente. Con ello se genera un espacio donde ya tienen cabida otras actividades libres como la reflexión, la discusión o la confrontación. Y con ellas aparecen nuevos canales de comunicación, nuevos métodos de conducción de conocimiento y nuevos referentes de significación. El camino nos devuelve, ipso facto, a la condición de sujetos. Dice Heidegger que “el camino congrega todo lo que existe a su alrededor y que a todo el que por él transita le aporta lo suyo”[iv]. Camino es lo que no deja ver el rendimiento, pero que siempre está ahí. Camino es lo que recorre quien vive marchando: Es el filósofo-rey de Platón que acostumbra su mirada a la verdad, el músico de La lección de música de Quignard que consagra su vida a la belleza, el anarca de Jünger que se mueve a las afueras del poder.
El camino recupera y aglutina en sí los tres elementos que definen el proyectar y el hacer: dirección (futuro), perspectiva o situación (presente) y suelo (pasado). El camino es dirección, es orientación, no desplazamiento. Nos dirige, nos da una dirección, nos señala hacia dónde ir y nos previene del peligro del extravío. Pero también el camino es horizonte, es perspectiva. Nos dice dónde estamos y cuándo estamos. Muchas veces la información que recibimos de los medios no nos dice dónde estamos ni cuándo estamos, sino que, todo lo contrario, nos sumerge en la confusión y la incomunicación. El camino es dirección y horizonte, pero también es tierra, soporte, pesadumbre. Nos provee del apoyo que necesitamos para avanzar, máxime en un mundo en el que ya no parece vivirse con vistas a ningún proyecto duradero y en el que el sentido de nuestra existencia nos es arrebatado por la aceleración. Es en contacto con el suelo como podemos crecer, sobreponernos, hacernos y rehacernos, porque “la marcha es una invitación a morir de pie.”[v]
Por tanto, caminar es la medicina que cura, que nos saca del superrendimiento y de la supercomunicación, volviéndolos irrisorios y minúsculos, y, a un tiempo, nos pone de nuevo ante el hacer y el proyectar. Caminar es el imperativo para un tiempo de prisas. Camina, y descubrirás la otra faz del mundo –reza el viejo proverbio. Caminar es experimentar esas realidades que, silenciosas, yacen humildemente, como el árbol que crece entre las rocas, el pájaro que acecha o el arrollo que sigue su curso: “Caminar acalla de pronto los rumores y los lamentos, pone fin al interminable parloteo interior mediante el cual juzgamos sin cesar a los demás, nos evaluamos a nosotros mismos, recomponemos e interpretamos. Caminar acalla el soliloquio infinito en el que emergen los agrios rencores, las estúpidas satisfacciones y las venganzas fáciles. Estoy frente a esa montaña, camino entre los grandes árboles y pienso: están ahí. Están ahí, no me han esperado, están ahí desde siempre. Se me han adelantado indefinidamente, y seguirán estando ahí mucho tiempo después que yo.”[vi]
[i] Véase HAN, Byung-Chul La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012
[ii] FERRARIS, Maurizio La movilización total, Herder, Barcelona, 2017
[iii] Véase MUMFORD, Lewis, La ciudad en la historia, Pepitas de calabaza, Logroño, 2012
[iv] HEIDEGGER, Martin, Camino de campo, Herder, Barcelona, 2003, p. 29
[v] GROS, Frédéric, Andar. Una filosofía, Taurus, Madrid, 2014
[vi] Op. cit., p. 90
Nacido en Zaragoza en 1978, Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca y Profesor de Filosofía en el IES Jerónimo Zurita (Zaragoza), ha publicado el libro La educación estética como superación del nihilismo en la obra de Ernst Jünger (2008, Ed. Universidad de Salamanca) y ha coordinado en diferentes comunidades autónomas la Olimpiada de Filosofía. Autor de una veintena de artículos en diferentes revistas nacionales e internacionales de Filosofía, desde hace años colabora con la Revista de cultura y ciencias sociales Ábaco con publicaciones como “La interculturalidad como problema: esbozo de una propuesta filosófica” (Nº 43, 2005), “Límites y poder de la tecno-ciencia en las sociedades nihilistas” (Nº 68, 69, 2011), “El lugar del maestro en la sociedad del rendimiento” (Nº 80-81, 2014), “¿Qué significa contar historias? (Esbozo para una crítica de la «razón histórica» como forma de conocimiento)” (Nº 83, 2015), “¿Hacia dónde vamos?: Un recorrido filosófico por las diferentes formas de inseguridad” (Nº 86, 2015) y, más recientemente, “Del cosmos a la ciudad; de la ciudad a la intemperie.” (Nº 94, 2017)
Me encantan las reflexiones que haces. Son tan evidentes que ni siquiera las pensamos. Está bien que alguien como tú las diga en voz alta. Ayudas a ver una radiografía de nuestros pensamientos. O por lo menos de algunos de nosotros. Gracias y enhorabuena.
Muchas gracias. Un agradecimiento sincero.
Muchas gracias por tan amables palabras. Un abrazo