por José Luis Corral

Europa alimenta sus referencias míticas en la Antigüedad, pero tiene en la Edad Media la fuente de sus leyendas y las bases atávicas de sus entidades nacionales.

Salvo Grecia, cuyos mitos han impregnado el imaginario colectivo europeo, el resto de Europa busca sus raíces en el Medievo. En efecto, ninguna fuerza política europea contemporánea reivindica situaciones políticas de la Antigüedad, ni siquiera los italianos con respecto al Imperio romano o los alemanes con respecto a la antigua Germania.

Es en el Medievo donde la inmensa mayoría de los países europeos radican sus señas de identidad y su definición fundacional como Estados modernos.

Por ejemplo, los países nórdicos lo hacen en la división medieval que los escandinavos establecieron entre suecos, noruegos y daneses ya en el siglo X, o los ingleses en la fundación de ese reino en el siglo XI, o los portugueses en el origen de Portugal como reino autónomo segregado del de León a mediados del siglo XII. La propia Francia se reivindica como tal a partir del reino medieval de los francos a fines del siglo V y de la monarquía de los capetos a finales del X, y Alemania busca en el Imperio germánico de los otónidas en el siglo X su marco histórico referencial.

En España se ha seguido la misma tónica, y la Edad Media se ha convertido en el tiempo legendario de configuración de la identidad patria, bien a escala estatal, con la falsa identificación de la unidad de España con la monarquía de los Reyes Católicos, o a escala autonómica, en la búsqueda de la identidad regional en las formaciones políticas medievales: el reino de Aragón, el de Navarra, el de Castilla y León o Cataluña.

En la nueva España autonómica surgida de la Constitución de 1978, la mayoría de las antiguas regiones buscaron en la Edad Media instituciones privativas que les otorgaran un pedigrí nacional propio: las Cortes y la Junta en Castilla y León, las Cortes, el Justicia y la Diputación General en Aragón, la Generalitat en Cataluña, o los territorios forales en el País Vasco. Todas las autonomías españolas volvieron sus ojos a la Edad Media para buscar en ellas elementos identitarios que les otorgaran signos diferenciadores y atávicas raíces propias.

En algunos casos se adaptaron, mediante falsificaciones semánticas e históricas, a la conveniencia política del momento. Así, algunos españolistas furibundos inventaron la idea de una España única y eterna, o catalanistas radicales inventaron los términos “Corona catalana-aragonesa” o “Confederación catalana-aragonesa” o “Países Catalanes”, que jamás existieron, para definir lo que fue la Corona de Aragón, los reinos y Estados gobernados por un mismo soberano que tenía como primer título el de rey de Aragón.

Y como era obvio, fue en la Literatura y en la Historia donde se volcaron las manipulaciones y las tergiversaciones de un pasado que se construyó a partir de referencias legendarias.

Uno de los acontecimientos más manidos en este sentido ha sido el del Compromiso de Caspe. Conviene recordar los hechos.

El 31 de mayo de 1410 falleció, sin herederos, el rey Martín el Humano, el último representante por línea directa masculina de la dinastía fundada en 1137 por el matrimonio de Petronila, hija del rey Ramiro II de Aragón, con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona. En esa unión dinástica, los orígenes de la futura Corona de Aragón, Petronila era la que transmitía el título real, que llevará su hijo Alfonso II, el primer soberano que se intituló rey de Aragón y conde de Barcelona.

La muerte de Martín I causó un enorme problema, pues ante la falta de heredero se postularon varios candidatos al trono: Fernando de Antequera, hijo de Juan I de Castilla y Leonor de Aragón, hija a su vez de Pedro IV de Aragón; Jaime de Urgel, hijo de Pedro de Urgel, sobrino a su vez de Pedro IV; Luis de Anjou, hijo de Violante, la hija de Juan I de Aragón; y Alfonso de Gandía, hijo de Pedro de Ribagorza, hijo de Jaime II. Y todavía hubo dos más que quedaron descartados enseguida: Federico de Luna por ser hijo ilegítimo de Martín de Sicilia, el hijo de Martín el Humano que falleció un año antes que su padre; e Isabel de Aragón, esposa de Jaime de Urgel e hija de Pedro IV y de Sibila de Forciá, que fue eliminada por ser mujer.   Compromiso de Caspe, por Teófilo de la Puebla (1867)

Con todos esos candidatos sobre la mesa, los Estados de la Corona de Aragón decidieron buscar un método para elegir a un rey de entre ellos, procurando evitar los enfrentamientos civiles y la guerra. Los aragoneses, encabezados por el Justicia Mayor y el Gobernador del Reino, se reunieron en una asamblea en Calatayud en la primavera de 1411 para dilucidar el procedimiento a seguir; meses más tarde se convocó un parlamento en Alcañiz. Entre tanto, los catalanes se reunían por su cuenta en Tortosa y los valencianos hacían lo propio, aunque los representantes de los tres principales Estados de la Corona mantenían contactos y embajadas permanentes entre ellos.

Por fin, en febrero de 1412 se llegó a un acuerdo por el que cada uno de los tres Estados designaría a tres representantes, y los nueve compromisarios se reunirían en la villa de Caspe para, una vez evaluados los derechos de los candidatos, elegir al nuevo rey. La elección recaería en aquel que obtuviera al menos seis votos, siempre y cuando tuviera al menos un voto de cada uno de los representantes de los tres Estados.

Tras varias semanas de deliberaciones, los nueve compromisarios proclamaron solemnemente su decisión en la puerta de la colegiata de Caspe, el 28 de junio de 1412. El dominico valenciano Vicente Ferrer, uno de los nueve, fue el encargado de leer la resolución, que se hizo basándose en la costumbre, pues no había leyes escritas al respecto.

El elegido fue Fernando de Antequera, que en esos momentos era además regente del reino de Castilla y León, dada la minoría de edad de su sobrino Enrique III. Votaron a favor del infante castellano los delegados tres aragoneses (el obispo de Huesca, Francés de Aranda y Berenguer de Bardají), dos de los valencianos (Vicente Ferrer y Bonifacio Ferre) y uno de los catalanes (Bernal de Gualbes); los otros dos catalanes, el arzobispo de Tarragona y Guillén de Valseca, aludieron a que consideraban con más derechos a Jaime de Urgel e incluso al duque de Gandía; y el tercer valenciano, Pedro Beltrán, se abstuvo por que alegó que se había incorporado más tarde a las deliberaciones y no tenía suficientes elementos de juicio.

Todos aceptaron la resolución; bueno, todos no. Jaime de Urgel no lo hizo y ayudado por algunos nobles aragoneses resistió por la fuerza a lo dispuesto de Caspe hasta que se rindió en Balaguer en octubre de 1413.

Desde entonces, los historiadores han dado mil y una vueltas a esta singular decisión.

La historiografía aragonesa presentó el resultado del Compromiso de Caspe como un logro político extraordinario. Jerónima Zurita, el primer cronista oficial del reino de Aragón en el siglo XVI, alabó lo acontecido en Caspe, festejándolo con estas palabras: “… los nueve se encerraron en el castillo de Caspe para determinar el mayor negocio que se cometió jamás a hombres de letras para que lo determinasen por vía de derecho y justicia”.

El aragonesismo, siguiendo la pauta dictada en el Parlamento de Alcañiz, donde los delegados aragoneses proclamaron que “este reino de Aragón es cabeza de los otros reinos y tierras de la Real Corona de Aragón”, suele referirse a la solución dada en Caspe con fórmulas grandilocuentes, como “soberanía nacional”. “ejemplo de concordia y acuerdo entre pueblos” e incluso “autodeterminación de los pueblos”.

Por el contrario, el catalanismo, ya desde la primera mitad del siglo XIX, ha atacado con dureza lo resuelto en Caspe. Para algunos historiadores catalanistas la elección de Fernando de Antequera fue un error, pues lo rechazan por ser un príncipe castellano, a la vez que ensalzan la figura de Jaime de Urgel por su condición de catalán. Incluso algunos han llegado a referirse a los dictaminado en Caspe como “La iniquitat de Caspe”.

La historiografía castellanista, ensimismada y obsesionada con la idea de que Castilla fue “la forjadora de España”, ha considerado la resolución de Caspe como un paso lógico hacia la unidad de España, fruto de la iniciativa castellana en esa dirección.

Pero, aparte del recuerdo histórico, ¿qué queda hoy del Compromiso de Caspe? ¿y qué enseñanzas políticas pueden extraerse de ese acontecimiento?

Lejos de los parámetros legendarios aportados por los historiadores marcados por sus condicionantes políticos y nacionalistas, el Compromiso de Caspe respondió a una necesidad política ineludible: la de dotar a los Estados de la Corona de Aragón de un soberano que mantuviera su unidad dinástica y la unidad de acción exterior.

¿Puede ser este acontecimiento una enseñanza para la Europa actual? Desde luego, la Historia es un referente ineludible, presente en cualquier principio de declaración programática, y así se ha expresado en el debate sobre la nueva constitución europea.

El Compromiso de Caspe puede ser un ejemplo, que no un modelo, para dirimir futuros problemas en la Unión Europea. La historia del reino de Aragón tiene mucho que enseñar al respecto. La forma de actuar de los aragoneses, y con ellos los catalanes y los valencianos, en Caspe en junio de 1412 no es sino la culminación de una manera de entender el derecho y la negociación ante los conflictos políticos.

Los fueros de repoblación del siglo XII son unos precedentes extraordinarios, pues en ellos se diseñaba una sociedad igualitaria en la que “cristianos, judíos y musulmanes tenían el mismo fuero”. El derecho aragonés daba primacía a la presunción de inocencia del acusado, y eran los tribunales los que tenían que probar la culpabilidad.

Por ello, el Compromiso de Caspe, que aparece a los ojos de algunos historiadores europeos como algo novedoso, casi revolucionario, en la práctica política de la Europa bajomedieval, para los aragoneses no fue algo extraordinario, sino la manera de dirimir un conflicto aplicando la costumbre y las normas de convivencia seculares que regían en el viejo Reino.

Desgraciadamente, los europeos, y los españoles entre ellos, no siguieron esa senda sensata y pacífica para dirimir conflictos, y se han enfrascado en guerras terribles y enfrentamientos fratricidas. La historia de Europa está llena de fiascos políticos en los que la razón y el derecho han sido pisoteados por la fuerza bruta y la insensatez.

Pero en los últimos años los europeos parece que han aprendido las duras y cruentas lecciones del pasado. La Unión Europea, con sus problemas, sus carencias y sus titubeos, se muestra, hasta ahora, como el mejor ensayo para dirimir los problemas de las naciones y los pueblos de Europa a partir del diálogo, el debate y el acuerdo político. Los recelos entre franceses, ingleses, alemanes y otros países de Europa, que solían solventarse mediante una guerra, se dirimen ahora en una mesa de debate en el Parlamento en Estrasburgo o en la Comisión en Bruselas. Y parece evidente que una guerra en Europa en absolutamente impensable.

Compromiso: esa es sin duda la palabra. Pacto, acuerdo, diálogo, uso de la razón, empleo de la inteligencia, así es como Europa ha salido de un largo milenio de guerras que han marcado un pasado de odios y de rencillas afortunadamente superado.

Pero la memoria es preciso ejercitarla con el recuerdo. Por eso, los europeos del siglo XXI deben recordar su pasado y estudiarlo para aprender de los errores y de los aciertos.

En 1412, en la villa aragonesa de Caspe, nueve “hombres buenos” se reunieron para elegir a un soberano común. Para algunos se equivocaron en el designado, para otros, acertaron de pleno. Pero tal vez no sea eso lo más importante, y desde luego no lo más trascendente de esta historia. Lo relevante, el ejemplo para el futuro, fue que tres Estados diferentes, dotados cada uno de ellos de sus propias instituciones y de su propia cultura, decidieron seguir juntos por la senda de la historia, y hacerlo mediante un acuerdo en derecho que sería asumido por todas las partes.

Ocurrió en Caspe, en el reino de Aragón, en el mes de junio de 1412, hace ya seiscientos años, pero los ecos de aquella cita siguen resonando en la conciencia colectiva de los europeos.

Representación del Compromiso de Caspe, en la propia localidad (2011)


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