Yessica Chiquillo Vilardi
Barrancabermeja, 1993. Es autora de Libro de hallazgos (2019, Animal Extinto
Editorial), el diario ficcional de una bibliotecaria. Candidata a Magíster en
Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia y Profesional en Estudios
Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Desde el 2016
labora como docente universitaria. Se especializa en el estudio de narrativa latinoamericana
del siglo XX y XXI. Ha colaborado con artículos y reseñas en revistas
literarias y participado en proyectos de promoción de lectura con público infantil
y juvenil. Tiene un diario de lecturas que registra en su blog Bitácora de
hallazgos (https://bitacoradehallazgos.tumblr.com/). Ha encontrado en los libros
un medio para comprenderse mejor y repensar la manera como se relaciona
con el mundo.
Remedio contra el mal de amores
Huitzquilitl. Tlatlancuaye: Remedio contra la sangre negra. Se cuecen en agua
las ramas y raíces molidas de las hierbas cuahtlahuitzquilitl y tlatlancuaye; se les
agrega perla, hígado de lobo y pulque. Debe beber ese líquido así preparado.
Separadamente ha de beber antes de la comida el jugo exprimido de diversas
flores que huelen bien, ha de andar en lugar sombreado, y se ha de abstener de
trato carnal. Beberá muy moderadamente el pulque y mejor no lo beba, si no es
como medicina. Dedíquese a cosas alegres, como es el canto, la música, el tocar
los instrumentos con que acostumbramos acompañar nuestras danzas públicas.
Libellus de medicinalibus indorum herbis, Martín de la Cruz.
—Lo que él tiene es la sangre negra. Limpiarla no es tarea fácil, pero tampoco
imposible.
Sus primas no dudaron en llamarlo un 23 de diciembre. Requerían de su consejo
de manera urgente, antes de que el desespero consumiera a Pedro por no estar
con su antigua mujer. La menor fue anotando en el envés de una factura el paso
a paso, a modo de una receta culinaria. Ayunar durante una semana. No consumir
bebidas alcohólicas. Cada vez que se despertara a las tres de la mañana,
abrumado por el recuerdo de aquella mujer, bañarse con romero, sal marina,
treinta limones partidos en cruz y luego rezar un salmo antes de volver a la
cama. También era necesario lavar toda la ropa y asear con escrúpulo la habitación.
Ahora no se encontraba solo para combatir los amarres y la desorientación
que le causaba la interrupción de un mal hábito. No era la primera vez que
regresaba a la casa cabizbajo, con el corazón herido. Ya le había manifestado a
amigos y familiares su resolución de no volver a caer. Nada nuevo. Por eso ahora
otras voluntades tenían que interferir.
La llamada fue muy concisa. Cada palabra cargaba con su propio peso. No hubo
necesidad de explayarse en el recuento de los años perdidos al lado de ella. Él ya
conocía su historia y sabía de antemano quiénes eran los responsables. Porque
detrás de aquella mujer insolente había una familia entera deseosa de exprimir
sus ganancias y servirle de coartada las veces que fuera necesario.
—¿Sangre negra?
—Sí, es un modo de decir, como un veneno que se cuece por dentro.
Imaginó sus arterias ennegrecidas, transportando una carga maligna que le
consumía el corazón. A lo mejor se trataba de una sustancia invisible, como
un tipo de artificio para ocultar sus verdaderas intenciones. Pensaba también
en la manera como lo convencerían para que aceptara bañarse con sal marina,
limón y romero. “Para las malas energías, primo”, le diría después. Las otras
instrucciones parecían más fáciles de ejecutar, puesto que nunca desayunaba, y
unas pastillas para la purga conllevarían a la abstinencia de bebidas alcohólicas.
“Porque si usted no se cuida, nadie más lo va a hacer”.
—¿Y sí es efectivo?
—Recemos para que así sea.
En adelante empezaron a verlo con mayor cautela. Aunque nunca pudieron cerciorarse
de sus desvelos nocturnos, lo sorprendieron varias mañanas con unas
ojeras profundas que delataban su lucha interna. A la semana, su semblante se
había suavizado un poco, al punto de dejarle asomar una sonrisa en el rostro.
Una de sus primas lo alcanzó a ver de reojo mientras él se miraba detenidamente
frente al espejo del baño, como quien no creía la cosa. Al principio él sintió
temor, pero luego las tardes le parecieron más tranquilas sin tener que perseguir
el rastro de aquella mujer, antes de que alguien más se le adelantara. Era de
esperar que, ante la ausencia y las evasivas, la pantalla de su teléfono estuviera
plagada de llamadas perdidas; sin embargo, él no cedía. Ahora lo abrumaba
este nuevo fenómeno de no pensar en ella. Un mundo desconocido empezaba a
abrirse a su paso.
Una tarde de enero concluyó que ya era momento de salir al cine a aceptar su
soledad. No obstante, aquella afirmación de su estado no le quitaba lo precavido
al ejecutar cada uno de sus movimientos, como si pisara a tientas antes de que
sus pies se hundieran en un oscuro pantano. De regreso, lo vieron enérgico al
caminar. El celular empezó a vibrar en su bolsillo. Atravesó el pasillo y se encerró
en el baño. Al otro lado de la línea, la voz de otra mujer le respondía…
Contemplación del fuego
Ante la idea de la casa encandilada, los ramalazos de fuego sacudiendo las paredes,
solo deseó que ninguno de sus hijos estuviera allí dentro. Entonces no
importaba, al fin y al cabo, cuál de ellos había encendido la primera chispa. Es
difícil culparlos, sobre todo cuando están tan pequeños.
A falta de cielorraso, el único escondrijo donde cabían las cajas con los rezagos
de la navidad era debajo de la cama matrimonial. Al alcance de cualquiera que
todavía disfrutara los placeres de vivir en el suelo. Y allí estaban dos de sus hijos.
Solos y ansiosos por jugar con los santos del pesebre. Porque a los santos se
les prenden velas, y con las velas se puede ver el universo de telarañas debajo de
la cama. Pero ninguno de ellos sabía cómo prender un fósforo. Entonces resolvieron
llamar a su hermana mayor. No se detuvieron en los motivos verdaderos
y ella tampoco escudriñó detrás de aquella petición que sólo correspondía al
genuino asombro de la infancia, a los ojos desorbitados ante la reacción química
luego de frotar la superficie rugosa de la cajetilla, aquel espectáculo de
la cabeza encendida así nomás; un recuerdo que ella conservaba como un lujo
desvanecido de la infancia, ahora que la magia del fuego se había extinguido y
había sido reemplazada por el monótono y sofocante oficio frente al fogón de la
cocina. Entonces quiso ser buena hermana, se apiadó de ellos y les concedió el
regalo del fuego.
Mientras la más pequeña sostenía con ambas manos la vela, algo temblorosa, su
hermano se encargaba de que no tropezara con ningún obstáculo en el trayecto
hacia la última habitación. A veces se detenían y él con sus manos rodeaba la llama
que, por momentos, disminuía su esplendor a causa de la respiración agitada
de los dos. Abrió la puerta con cautela. Antes de que se agachara, levantó los
bordes de la sábana de la cama. Comenzaron a iluminar las fisuras de la madera
y el reino de las telarañas. Al fondo reposaba la caja. Sacaron a los reyes magos
y a un pastor. Los tendieron sobre una alfombra tejida que estaba al pie de la
cama. En todo el centro ubicaron la vela. En silencio se quedaron admirando las
formas de los santos, los pliegues del ropaje.
El pabilo de la vela se iba torciendo lentamente, mientras la llama crecía y decrecía.
De repente, un ruido incomprensible que venía de lejos interrumpió aquella
contemplación del fuego. Siguieron su rastro hasta perderse en la claridad del
zaguán. La música provenía de unos parlantes instalados sobre el techo de una
camioneta vieja. La pintura carcomida por el sol pasaba desapercibida frente
a aquel montón de peroles, vasijas, ventiladores y balones que sobresalían por
todos los costados. Se unieron al grupo de niños extasiados en la persecución
de aquella caja sonora ambulante. El sonido ronco que despedían los parlantes
estremecía las casas y sacaba a sus habitantes. Todo lo que necesitan para el hogar;
juegos de cocina, tapetes, juguetes, mercancía de la mejor calidad a precios de locura.
Con este calor, ¿quién no quiere un ventilador? ¡Acérquese sin compromiso! Y luego de
una pausa volvía a sonar la música que había logrado meterse por las paredes
hasta llegar deformada al último cuarto.
Corrieron hasta que sus pies cansados empezaron a lamentarse por la ausencia
de zapatos. Decidieron dejar atrás el estruendo de peroles y a la gente curiosa
que rodeaba la camioneta e inspeccionaba el inventario. A unas dos calles divisaron
un tumulto de personas en la esquina de la casa. ¿Otro carro vendiendo
más barato? ¿Qué les comprarían? Pero luego aquellas dudas empezaron a desvanecerse
cuando confirmaron que no había ninguna camioneta parqueada. Los
vecinos tenían baldes ya vaciados. El rastro de agua llegaba hasta el fondo de la
casa. Su hermana mayor los tomó de la mano y los llevó hasta donde estaba su
mamá, sentada en un rincón del zaguán, aliviada de que ya hubieran sofocado el
incendio de la habitación. Sin embargo, no podía evitar mirar con pesar la cama
ennegrecida y las gavetas manchadas por el aliento del fuego. Apenas los vio, se
levantó y los abrazó con fuerza. No comprendieron que de aquella llama tan pequeña
e insignificante se hubiera generado el incendio. No estaban en edad para
entender el poder multiplicador del fuego. En cambio, otra idea los abrumaba en
silencio: ¿por qué los santos no hicieron nada?
Mientras tanto, en el patio se encontraba el padre extendiendo en el suelo los
billetes mojados que había alcanzado a salvar. Cuando escuchó el estallido de
los vidrios y luego confirmó la estela de humo que salía del cuarto, se apresuró
a agarrar la maleta de cuero donde guardaba sus ganancias por la venta de ganado
y la sumergió en la pileta. Al día siguiente se secaron los últimos billetes
al tiempo que en los hermanos pequeños se desvaneció la admiración por el
fuego. La magnitud de la ofrenda había sobrepasado los designios de la infancia.
Desde entonces inspeccionan, conservando cierta distancia, la peligrosa tarea
de su hermana mayor en la cocina y, de vez en cuando, sienten una opresión en
el pecho.