María DubónEL DIRECTOR

Avanzó por el patio de butacas hacia la orquesta y se colocó delante de los músicos: alto y esbelto, su fama le precedía: tiránico, obsesivamente perfeccionista, genial. Ferenc Richter, el nuevo director, nos contempló con sus penetrantes ojos verdes y tras una breve presentación a cargo del director del teatro, se encaminó al proscenio y abrió una misteriosa caja de la que sacó un libro que luego nos mostró. ¿Lo han leído?, nos interrogó con destacado acento extranjero. Es Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Pocos fuimos los que aseveramos, y a él se le dibujó un imperceptible mohín de contrariedad en la cara. Aquí hay un ejemplar para cada uno de ustedes, quiero que lo lean, que extraigan la esencia del drama y la expresen a través de sus instrumentos. Algunos se miraron sorprendidos, sin comprender.
Me fijé en sus manos, era imposible no hacerlo pues se comunicaba con ellas, eran unas manos suaves, finas, firmes, blancas y flexibles como alas de paloma. Ferenc nos explicaba qué quería oír: amor, dolor, pasión. La orquesta tenía que sonar tal y como él interpretaba la partitura. Siguió hablando de música, de la Música. No dudo que ustedes son unos excelentes profesores, pero tengan presente que no busco sus cualidades técnicas, sino su capacidad para transmitir emociones. La técnica debe ser como Dios, omnipresente, aunque siempre invisible. Hablaba con ardor, con un apasionamiento contagioso, con una seguridad irrefutable. No puedo precisar si me enamoró primero el hombre o el director, pero lo cierto es que desde el mismo instante en que le vi, me sentí irremisiblemente atraída por el potente magnetismo que emanaba de Ferenc y le envolvía con un aura esplendente.
Nos pidió que interpretáramos un fragmento de la Obertura y se irguió ante nosotros con un poder sobrenatural, sus manos se alzaron en el aire y el tiempo se detuvo creando un silencio sobrecogedor. La música invadió el silencio siguiendo aquellas indicaciones suaves y enérgicas, vibrantes, que surgían de las manos de Ferenc. Nos ordenó parar furioso: ¡No! ¡No! ¡No! Clamó enojado. Esto no es más que ruido. Usted, el tercer violín, debe ser sorda para hacer una entrada semejante. Su voz airada provocó que todos los ojos de la orquesta se concentraran en mí, en mi torpeza, y a mí se me desbordó la angustia. Señores, estamos recreando Romeo y Julieta, Txaikovski se habrá agitado en su tumba al escuchar cómo pervierten su obra. Usted, se dirigió al violinista más maduro: ¿Querría deleitarnos con un solo? Y Jean-Baptiste asintió mudo. Los demás aguardamos con nerviosismo contenido.
Desgranó compases con las manos electrizadas y la faz frenética, borracho de vértigo y abandonado a la cascada de fusas y semifusas, con la vista perdida más allá de la partitura, mostrándonos su traducción personalísima del pentagrama, con su alma en otra parte, en Verona, en medio del duelo entre Capuletos y Montescos… Los “bravo” fueron silenciosos, pero nos los arrancó a todos. Nikolai, Romeo, el ex bailarín del Bolshoi, aplaudió entusiasmado desde su butaca en la primera fila. Extraordinario, maestro, gritó, y Ferenc regresó al teatro para hacer un gesto de modesta aceptación y dio las gracias al violinista.
El ensayo había concluido y mientras guardábamos nuestros instrumentos, Ferenc y Nikolai intercambiaron unas frases. El destello brillante e interesado en las pupilas del primer bailarín permitía advertir que su admiración por el maestro iba más lejos de la música, hacia la intimidad. Ferenc parecía no percatarse de aquella intención y si lo hacía, no le importaba, o quizá sí. ¿Sería? No, había oído que Ferenc estuvo casado y que su matrimonio acabó en desastre, pero ¿no es así como acaban todos? Mi interior se inundaba de un regusto disonante, mi orgullo roto al reconocerme limitada, me había llevado a derramar unas lágrimas tan invisibles como pueril era mi rabieta. Tocaba el violín desde los diez años y mis facultades técnicas me habían colocado donde estaba, en una gran orquesta, no podía consentir que un director, por encumbrado que estuviera, me rebajase con tal desconsideración.
Alcancé a Ferenc casi en la puerta de salida del teatro. Maestro, le llamé. Él se giró hacia mí y me escrutó. No me diga maestro, aún no sé lo suficiente para enseñar, me pidió con amabilidad. Sus palabras me confundieron porque me resultaba imposible aquel arranque de modestia en un director de su talla. Soy Nina Halffter, la sorda, añadí con retintín dolido. La comprensión intuitiva de Ferenc puso una sonrisa en su boca que me humilló, estaba segura de que me consideraba una artista quisquillosa, de ego frágil y cargada de vanidad. ¿Puedo hablar con usted?, le solicité confusa. Desde luego, se quedó aguardando, pero algo me impedía hablar, no sabía qué decir. Me gustaría… Para mí sería de gran ayuda… balbuceé igual que una completa idiota. Señorita Halffter, no me juzgue descortés, pero he de ir al aeropuerto para recuperar parte de mi equipaje extraviado, no tengo ropa que ponerme. Hablaremos de lo que sea en otro momento, se excusó ante mi indecisión. Puedo llevarle al aeropuerto, le propuse de repente con una resolución inusitada. Gracias, pero me desagradaría alterar sus planes. No es ninguna molestia, le aseguré. Su iris se clavó en el mío con una fuerza que me cortó la respiración. Bien, aceptó finalmente, imagino que no es fácil encontrar un taxi en esta ciudad.
Abandonamos juntos el teatro, por el camino yo me recriminaba implacable, quizás mi ofrecimiento le hiciera suponer que pretendía congraciarme con él, hacerme perdonar por mi error, porque, efectivamente, mi entrada había sido a destiempo. Le abrí la portezuela del vehículo inquieta. Siento haberme equivocado antes, me disculpé arrepentida. No replicó, se limitó a mirar por la ventanilla el paisaje parisino. París tiene una luz especial, observó en voz alta, y no volvió a pronunciar palabra hasta que llegamos a Orly.
Recogió sus dos maletas e iniciamos el viaje de regreso sin despegar los labios, en medio de un mutismo extraño que me obligaba a plantearme preguntas y más preguntas a cerca de aquel hombre desconcertante. A la entrada de París le pregunté si le dejaba en alguna parte. ¿Le apetece tomar algo? Afirmé. Pues elija el lugar, yo no conozco la ciudad. Prefirió un bar típico a la elegante cafetería que yo sugerí y pidió una copa de sémillon chardonnay que olió antes de catar; paladeó con deleite el brillante vino pajizo: Excelente, ¿quiere probarlo? Le respondí que no, y omití confesar que no hubiera sabido apreciarlo con la intensidad que él lo hacía.
Charlamos de música, del poema sinfónico de amor apasionado que era Romeo y Julieta, y sus ojos chispeaban igual que los de un niño frente al escaparate de una juguetería. Ferenc amaba la música y la búsqueda de la belleza era su vocación, porque a su servicio siempre estaba disponible con una abnegación difícilmente compatible con la vida normal. Ferenc Richter vivía por y para la Música y era director de orquesta porque no podía ser otra cosa. No se valía de la partitura para colmar su vanidad o para intentar auparse en una gloria efímera, la música era su religión.
Escuchaba sus argumentos conmovida, inoculada de su fuego, transformada y renovada por dentro, sublimada. Sí, me hallaba ante un artista dotado de una sensibilidad sin parangón, y recordé cuando yo era así. ¿En qué momento la música dejó de ser vocación para mí y se convirtió en profesión? Tocaba para complacer mis fines personales, para hacer valer mi ego, para llegar ¿a dónde? Mi vida privada era un fracaso, mi marido, un afamado cardiólogo, siempre estaba fuera de casa, cuando no eran los pacientes, eran los simposios, las conferencias, las clases… los que nos alejaban, del amor inicial que nos unió poco quedaba ya. Con la música huía de mí misma, del tedio, mi carrera musical era mi único motivo de satisfacción.
Ferenc finalizó la conversación, le preocupaba ocupar mi tiempo, pero yo no tenía nada mejor que hacer, Paul se encontraba en Niza y no regresaría hasta el lunes. Le acompañé al hotel en que se alojaba y ante su puerta él se despidió, pero yo no quería que nos separásemos, necesitaba su presencia, le necesitaba a él, y me avergonzaba sentir esa necesidad imperiosa que me resultaba difícil de controlar.
Ferenc percibió mi lucha interna. ¿Qué quieres?, inquirió. No sé, no sé qué me ocurre, desde que has aparecido en el ensayo estoy… Su mirada se hizo miel, sus ojos derramaban dulzura. Buenas tardes, me despidió. Puedo pasar a recogerte mañana, me viene de camino, le propuse. Gracias, pero sería injusto abusar de tu amabilidad, cerró el auto y cargado con sus maletas, se dirigió hacia el hotel sin mirar atrás. No es prudente que nos veamos fuera del teatro, no mezclo trabajo y placer, no me interesas, fue mi lectura de sus palabras.
No pude dormir en toda la noche, la imagen de Ferenc copaba mis pensamientos. Debía tener cuarenta y pocos años y ya había alcanzado el cenit de su carrera. Traté de reconstruir su infancia, tal vez pertenecía a una familia humilde y se costeó los estudios con una beca, a base de sacrificio y dedicación; acaso sus padres eran gente acomodada y complaciente y se lo dieron todo. Era un hombre muy atractivo, de esos que no pasan desapercibidos, sensible y tierno cuando procedía, implacable y riguroso cuando correspondía. Me sorprendí ilusionada, adolescente de nuevo, ansiando el reencuentro, y corrí impaciente al segundo ensayo.
Ferenc acudió puntual, impecablemente vestido de negro, preguntó si todos habíamos leído el libro que nos entregara el día anterior y nadie osó pronunciarse en sentido negativo. Ferenc se manifestó complacido y a continuación tomó unos folios del bolsillo de su gabardina y se dispuso a leer. Nos leyó algunos fragmentos de la biografía de Txaikovski, haciendo especial hincapié en los pasajes referentes a la composición de Romeo y Julieta, las críticas de Balakierev a la partitura: “El primer re bemol es bello, pero algo confuso, el segundo re bemol mayor es realmente encantador; en resumen, hay poco amor y demasiada pasión lánguida, con un sabor algo italiano”. Pese a las objeciones, con Romeo empezaría la gloria del compositor.
Todos deseaban tocar, a nadie le interesaba saber de la vida de Txaikovski, por eso se impacientaban, y Ferenc reparó en ello.
Posiblemente piensen que basta con saber leer el pentagrama para reproducir la música que contiene, pero es preciso partir de la periferia para llegar al centro. Si no conocen la época o las motivaciones del autor, su estado anímico al componer, ¿cómo expresarán su realidad? En la música se encuentra la marca innegable de su espíritu, de su formación y también de su país. Tenía razón, aunque solo él lo viera de aquel modo. Quedaban contados artistas en aquella orquesta.
Los días se sucedieron y paulatinamente logramos ajustarnos a las exigencias de Ferenc, a su manera de hacer, realizamos notables progresos y pensamos erróneamente que se sentía orgulloso de los resultados, sin embargo, Ferenc parecía abatido, decepcionado, nuestra técnica le dejaba insatisfecho. Faltaban escasas fechas para que los bailarines se incorporasen a los ensayos, el debut se acercaba inexorable, y algo no terminaba de cuajar.
Aquella mañana Ferenc apareció con aspecto cansado y sin su acostumbrada energía. El ensayo fue desastroso, repetimos sin cesar los mismos compases, cada repetición era peor que la anterior y todos nos desmoralizamos. ¿Qué les parece si interpretamos un Requiem y enterramos a Romeo y Julieta? Supimos de inmediato a qué se refería.
La técnica había ahogado lenta y subrepticiamente a la armonía, a la belleza. Una gran técnica, por el margen que aporta, tiene como objetivo liberar al ejecutante y proporcionarle mayor seguridad, es indispensable, porque sin la técnica ni el mejor músico puede expresarse, pero había que concederle su auténtico valor: estar al servicio de la música y no erigirse en un fin en sí misma o en última meta del proceso. Éramos robots, máquinas perfectamente reguladas que no dejábamos lugar a la improvisación, a la visión siempre renovadora de una obra viva. Ferenc se empeñaba en hacernos encontrar, por encima de la técnica, la vulnerabilidad del ser humano, su capacidad de vibrar.
Su monólogo acusatorio era un grito desesperado de auxilio. Ustedes tienen sus instrumentos para sentirse músicos, pero yo sin orquesta no soy nada, concluyó. Cerró la partitura, guardó su batuta y Ferenc se marchó, aunque todavía faltaba hora y media para que finalizase el ensayo.
Su abatimiento nos hizo sentir culpables, responsables de su íntimo fracaso, de su frustración. Ferenc no rugía, ya no se alteraba al pedirnos un vertiginoso torrente de semifusas o cuando un silencio se prolongaba más allá de lo estrictamente debido. Sin rechistar volvía al inicio, una y
otra vez, infatigable, intentando que la partitura y él fueran uno. Nosotros pretendíamos ofrecerle la ejecución perfecta, sin errores ni vacilaciones, él “solo” pedía Música, una música para la que estábamos incapacitados, pues habíamos atrofiado nuestra sensibilidad.
Fui a su hotel y pregunté por él en recepción, pero se negaron a dejarme subir sin la autorización expresa del señor Richter. Les supliqué que le avisaran, que se trataba de una emergencia familiar. Soy su prometida, mentí. El recepcionista dudó, tenía orden de no molestar al maestro bajo ningún concepto, al final, ante mis agónicos ruegos, me permitió subir. Me acerqué a la puerta de la lujosa suite, Mozart, con qué esplendor resurgía el dios de antaño. Solo Ferenc podía expresarse en aquel lenguaje sonoro. Los sostenidos, los bemoles, el tempo eran los que yo sobradamente conocía, pero aquel Mozart era distinto, vivía y respiraba gracias a Ferenc.
El piano cesó cuando golpeé la puerta con los nudillos, Ferenc tardó en abrirme, estaba disgustado por la interrupción o por el fiasco del teatro, seguramente por ambos motivos. Me invitó a pasar, sobre el piano había un disco doble con Romeo y Julieta, La tempestad y Francesca Rimini, Evgueni Svetlanov dirigía a la Sinfónica de la URSS, y una botella de cabernet sauvignon junto a una copa vacía.
Hemos conseguido una ejecución perfecta y desprovista de interés, pero no es culpa tuya, le dije. Ferenc me observó en silencio, con los ojos anegados en húmeda impotencia. La música es como la vida, procede del corazón y al corazón se destina, es el idioma del alma, de lo que escapa a la razón. Me aproximé a él y le acaricié el rostro. La costumbre es la muerte, aniquila el amor, acaba con la pasión, destruye el arte, siguió diciendo para sí. Le besé los labios para taponar el desánimo que fluía de su boca. Entonces descubrí al hombre, a un ser con una sensibilidad sobrehumana, y su tormento se me antojó insoportable. Era preciso, fiel, estaba acostumbrado a conseguir con facilidad lo imposible: penetrar en las mentes de los compositores y arrancarles sus secretos, detalles que nadie más alcanzaba a ver, ahora permanecía cabizbajo, cambiado.
Lo conseguiremos, te daremos lo que ansías, le animé. En el conservatorio nos inculcaron la sobrevaloración técnica, nos hicimos autómatas oficializados, pensamos que seríamos mejores músicos si tocábamos más rápido y más fuerte que los demás, nos hicieron perder de vista la meta y los ideales que nos habíamos fijado, y nosotros cedimos a cambio de un palmarés de premios internacionales que nos asegurase un contrato laboral.
Ferenc me dio las gracias y se apartó de mí para llenar la copa, me la tendió y yo bebí un sorbo del vino afrutado e intenso, acto seguido él tomó la copa de mis manos y la apuró. Nos besamos, nos fundimos en un íntimo abrazo, y el amor se tornó melodía entre sus brazos, una maravillosa sinfonía. Allegretto ma non tropo, allegro sostenuto, allegro molto vivace in crescendo hasta el paroxismo. Inenarrable. Imposible describir su agradable físico, su belleza, sus delicadas maneras, su dulzura, su refinamiento exquisito. Ferenc pertenecía a una raza distinta: noble y refinada, y a su lado los hombres que yo conocía me parecieron simples, infantiles, zafios, bárbaros, y Paul, el peor de todos.
Conversamos durante toda la noche. De Txaikovski, de la primera vez que contrataron al compositor ruso para dirigir una orquesta y no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo, por eso puesto ante ella, con la batuta en la mano, se sintió desfallecer, por suerte los músicos conocían las danzas de El voivoda y ni siquiera le miraron, tocaron hasta el final sin prestarle atención y el público le aclamó. Del suicidio de su esposa Désirée, que no quiso resignarse a ser la segunda en el corazón de Ferenc. De mi matrimonio, de mis sueños rotos, del vacío artístico que sentía hasta que él llegó y transmutó el caos. De sus comienzos, de las duras críticas que recibió: qué cabía esperar de un director que reproducía ciegamente a los clásicos, sin innovar, sin aportar nada. De su aislamiento en busca de un remedio para la desolación, el público le escuchaba, le aplaudía conmovido, mientras él tenía un único pensamiento: huir, huir del éxito, de la incomprensión de los que rechazaban lo mejor que él sabía hacer…
Nunca había sentido antes un ansia de cariño tan violento, nunca había deseado a un hombre con aquella intensidad, pero no me atrevía siquiera a expresar aquel anhelo. Ferenc sabía como nadie hablar del amor con la música, y en Romeo, mediante esa fuga salvaje, narraba su pasión, mostraba el volcán que ardía oculto bajo el hielo de una imagen hierática. Ahora yo le conocía, había experimentado el placer infinito de escuchar su música, de sentirla dentro de mí, y me había estremecido hasta el éxtasis. Mi mayor ilusión era disfrutar por siempre de esa admirable pasión, con la felicidad y la ternura de mi nuevo amor.
Ferenc reanudó los ensayos tras un discurso trágico y conmovedor: ¿De qué sirve todo su saber musical si esos conocimientos no los viven profundamente, si no llegan a encarnarlos? La partitura más bella del mundo está muerta sin un intérprete que la devuelva a la vida. Son servidores del arte, y ese es un privilegio que pocos poseen. La noche del estreno quiero que se sientan en comunión con la partitura, esa será
su magnífica y colosal misión. Quiero que el teatro se estremezca, que cautiven al público dejándole una impresión imperecedera, pero para que salte la chispa ha de producirse un encuentro espiritual entre un compositor y un músico, solo entonces se transmitirá la magia, cuando experimenten una intensa emoción personal. Logren que ese gozo sea algo más que un eco, que un rebote musical en su alma hueca. Si no lo consiguen, no merecen ser considerados músicos.
Todos aceptamos la reprimenda merecida, Ferenc nos había infectado del virus contagioso de su pasión, y aquel día tocamos sintiendo la fuerza viva de la música en nosotros, nos pusimos a su servicio y renacieron nuestras esperanzas, estalló la vida.
Los ensayos finales con el ballet fueron agotadores, tocábamos hasta la extenuación, hasta el dolor físico, pero a ninguno nos molestaban las tendinitis, las epicondilitis o las inflamaciones de diversa índole que iban haciendo su aparición. Consideramos que era normal padecer cuando se toca a un alto nivel, y pletóricos de confianza y de entusiasmo, nos entregábamos a nuestra tarea.
Llegó el día del debut, y como ocurre con todos los estrenos, el teatro era un infierno. Los nervios me producían un incontrolable temblor en
las manos y tenía el estómago comprimido. En el aire se agitaba una efervescencia indefinible. La orquesta ocupó su puesto, preparamos nuestros instrumentos callados, aquella noche no era una noche cualquiera, estábamos a punto de jugarnos nuestra dignidad. Ferenc apareció investido de un halo de magnificencia y nos miró con una cálida sonrisa en los labios que nos infundió seguridad. Sentimos su formidable energía, esa misma energía que habría de alterar nuestras vidas para siempre, y entonces supimos que podíamos hacer realidad el sueño.
Todo estaba dispuesto, con la respiración contenida aguardamos sus indicaciones, cuando alzó las manos, el mundo se paró, y el tiempo quedó suspendido entre sus finos dedos. Desapareció La Ópera, el público, desaparecieron los bailarines, tan solo existíamos nosotros y él, él y nosotros. Los primeros compases de la Obertura flotaron en el aire negándose a desaparecer. El semblante de Ferenc se transmutaba reflejando su poderosa personalidad y una disciplina que impregnaba cada nota que provocaban sus manos. Su magnetismo no era una casualidad, sino el fruto de su arduo esfuerzo. Su aspecto dulce y su bravura en la ejecución formaban un cóctel explosivo. La daga de Romeo se hincó en todos los corazones porque Ferenc, hondamente emocionado, había sintetizado de forma magistral los matices de la obra. Las lágrimas que se derramaban de sus ojos verdes nos constriñeron y a partir de ese instante fueron sus ojos y no sus manos los que nos dirigieron, obligándonos a expresar una mezcla de sentimientos: amor y muerte.
Materializamos lo inmaterial, y al concluir, solo se escuchó el silencio, un silencio estremecedor. El público estaba conmocionado y tardó en reaccionar con una salva de aplausos que nos sobrecogió. Ferenc se secó con las manos el rostro humedecido y nos contempló: Gracias, nos dijo. Pero aquella gratitud que nos dedicaba era la que nosotros le debíamos a él, así que nos levantamos y le aclamamos. Habíamos ido más allá de las notas, más allá de los signos, hasta reencontrar la senda del verdadero camino: la Música.
Los disparos de los flases fotográficos salpicaban el largo murmullo, el despliegue informativo difundido sobre Nikolai Grigorievich y Anastasia Petrova en los días previos a su actuación fueron el reclamo ideal para que el público asistiera a la representación de una coreografía que no satisfizo las expectativas por su falta de carácter interpretativo. La crítica destacó, no obstante, la soberbia interpretación de los primeros bailarines, dotados de esa alma eslava que se singulariza por el intimismo.
A Ferenc Richter se le dedicaron artículos elogiosos por haber logrado la máxima afinación, el máximo ajuste en la orquesta. Eran meras alusiones a su obvia excelencia técnica, algo que él no valoraba lo más mínimo.
Terminó su contrato en París y se despidió de la orquesta, la Filarmónica de Berlín le esperaba, Debussy estaba impaciente por resucitar en sus manos. Tuvimos una noche especial para nosotros, en la que me agradeció mi apoyo en aquel día aciago. No me atreví a decirle que había abandonado a mi marido, que le amaba y que deseaba acompañarle. No me atreví a interferir en su destino: ser grande entre los grandes. Me conformé con mi suerte, haberle conocido, haber topado con un hombre excepcional que con su excelso hálito me devolvió la fe inquebrantable en la vida y en la Música.


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