Cris BernardóCris Bernardó
Escritora de novela y relato

ALBALATILLO

Nunca pensé que el destino fuera el guía oculto de mis acciones. Jamás creí en sortilegios ni en golpes de suerte. Sólo al trabajo y a la constancia hacía merecedores de la gratitud que puedo sentir ante los éxitos que he cosechado en mi vida. Pero ahora, entre los muros de mi antigua casa, me atrevo a reconocer, humildemente, la grandeza que me fue concedida en el momento de mi nacimiento, simplemente por ser hijo de esta pequeña localidad, cuyo secreto se pierde en el tiempo y que empiezo a asimilar, despacio, con precaución, tras la muerte del olvidado abuelo Eliseo.

La llamada recibida dos días antes me había trasladado a una infancia lejana que dormía en Albalatillo, el pequeño pueblo que me había visto nacer, hacía ya unos cuantos años, en la comarca oscense de Los Monegros.

José, el único primo que era capaz de recordar de aquellos años felices, me había dado la noticia y me comunicaba que esperaba verme en el funeral por el abuelo.

“Lamento mucho la muerte del abuelo Eliseo… ¿cuántos años dices que tenía? ¡Así firmamos todos! Fuera de bromas, José… la verdad es que no sé si podré asistir, estamos a tope en el despacho…sí, ya lo sé, pero en serio que es complicado…  ¿Lectura de testamento? Pero si la abuela aún vive ¿Qué puede haber de interés…? Vale, no insistas, te entiendo…De acuerdo, el viernes nos vemos. Oye, me alegro de oírte, aunque sea en circunstancias aciagas…un abrazo, José”.

José y yo no somos primos hermanos. En realidad, me costaba establecer el parentesco; en los pueblos todos son familia y en el nuestro la cosa no es diferente. El abuelo Eliseo y la abuela Blanca sólo habían tenido una hija, mi madre, y José es hijo de un primo del abuelo; pasábamos todos los veranos juntos en Albalatillo, compartiendo juegos y barrabasadas con los demás primos; ¿cuántos éramos, siete, ocho…? Es un pueblo muy pequeño y durante aquellos inviernos sólo quedaban los más viejos; en verano los hijos acudían con los nietos y el pueblo recobraba la vida que el frío anestesiaba. Y lo pasábamos bien; hacía tanto tiempo que no recordaba nada de esa época…

Esa mañana dejé Madrid temprano; aún quedaba un largo camino por delante y el funeral era a mediodía; quería hacer el mayor recorrido posible sin las interrupciones de mi secretaria ni de ninguno de los socios; hasta las ocho y media podía ser un viaje tranquilo; la alegre música de los ochenta desempolvaba los recuerdos de otros veraneos en el pueblo, de coqueteos adolescentes con las chicas de los pueblos vecinos, el tabaco y las primeras bebidas compartidas en la clandestinidad.

Aquellos dulces recuerdos – ¿cómo los había olvidado tan fácilmente? – me acompañaron hasta Zaragoza. A partir de ahí la cosa se complicaba un poco; no había vuelto al pueblo en muchos años y las carreteras, felizmente arregladas, resultaban casi desconocidas para mí. Un triste pensamiento me asaltó cuando cogí el desvío hacia Sariñena: cuánto tiempo sin ver a mis abuelos; la decepción que el abuelo sintiera por el desarraigo de su nieto le acompañaría a la tumba, pero ¿y la abuela?  Sentí que no iba a poder mirarla a la cara como debiera…

Porque ellos siempre se habían sentido orgullosos de su nieto. Desde la muerte de mis padres, cuando yo sólo tenía diez años, mi educación y mis sentimientos ocuparon sus días. En el pueblo no había escuela así que decidieron que estaría bien en el internado de Huesca, en el colegio de los padres salesianos, y ciertamente, allí nunca me sentí abandonado. La abuela venía a verme dos veces a la semana; el abuelo me recogía los viernes por la tarde para llevarme al pueblo. Los fines de semana me reconfortaban con su amor y su consuelo. La abuela cocinaba a las mil maravillas; el abuelo me enseñó a pescar y a cazar; con él recorría los montes, descubriendo ruinas y leyendas de otras épocas; nunca sorprendí a la abuela con aquellos relatos, todos los sabía, conocía cada ermita, cada fecha, cada uno de los personajes que habían ocupado aquellas fortalezas en ruinas o los formidables castillos de las comarcas vecinas. Un fugaz sentimiento de extrañeza sacudió mi mente, enseguida apartado por el remordimiento que había empezado a atenazar mis sentidos. ¿Cómo pude apartar de mi vida a aquellos dos seres entrañables? Nunca me lo planteé.

Seguí recordando mis años de estudiante; desde el principio destaqué en todas las asignaturas. Los padres salesianos encauzaron mis estudios hacia el Derecho. Cuando fui consciente de mi capacidad convencí a los abuelos de que en Madrid podría llegar a ser un buen abogado, o quien sabe, un gran jurista; y así comenzó mi desapego. Las visitas se redujeron a algunos días de verano y, después de un tiempo, quedaron relegadas a un pasado, a un recuerdo.

Al doblar la curva que escondía Albalatillo, la triste sensación de vacío ocupaba todos mis pensamientos.

Castillo de Alberuela. Primavera de 1213.

Los firmes pasos del monarca retumbaban en la solitaria ermita. Tan sólo una figura esperaba oculta en las sombras. Pedro II de Aragón se detuvo y alzó la voz:

— ¡Salid de vuestro escondite de una vez, vieja bruja! ¡Y decid presto lo que os preocupa, que ni la batalla ni mis vasallos esperan!

—Sois joven, Pedro, y como tal, impetuoso —de las sombras apareció una joven vestida con lo que parecía un viejo y sencillo hábito—; tal como os predijo la vieja con la que esperabais encontraros, salisteis con honores de vuestra última batalla.

— ¿Y para eso me haces venir? Mejor que tú conozco lo que me deparó el tiempo ya pasado —Pedro recorrió con su mirada el cuerpo de la joven—… Pero, dime, ¿quién eres? ¿Dónde está la vieja?

La joven sonrió con franqueza:

—Permitidme que conteste sólo a vuestra segunda pregunta. La pobre curandera murió hace unas semanas; me confió su sabiduría y su secreta amistad con vos…

—No seas impertinente confundiendo vasallaje con amistad.

—Sé perfectamente que no sois tan rudo, mi señor, y que sentís la muerte de la pobre vieja. Pero comprendo vuestra impaciencia —la joven hablaba con dulzura—: No vayáis a la guerra, Pedro, la muerte os espera en Muret.

El joven monarca rio con amargura.

—En Toulouse me esperan mis vasallos occitanos; a ellos me debo; la muerte hace tiempo que habita entre la gente cátara; excepto algunos bravos nobles, son gente de paz, necesitan espadas que les defiendan de los cruzados católicos.

—Católicos como vos…

—El Papa humilla el poder de mi corona con su represión en el Languedoc —Pedro parecía pensar en voz alta— aún herejes, son mis vasallos.

—Mandad a vuestros nobles, mi señor. Apenas os habéis recuperado de batallas anteriores…

—Si la pobre vieja me ha visto muerto, muerto seré —Pedro volvió sobre sus pasos— no puedo escapar a mi destino.

— ¡Esperad!

Pedro sintió que una mano le retenía con más determinación que fuerza.

—Llevadme con vos, mi señor —los dulces ojos le miraban suplicantes— llevadme con mis hermanos cátaros.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó el rey con extrañeza.

—Ghilhemme, mi señor, Ghilhemme de Montaillou —contestó la joven, humillándose ante el monarca.

El rey Pedro la cogió con dulzura, obligándola a levantarse.

—Vuestra abuela fue siempre una consejera fiel; si os trajo aquí fue para salvaros de una muerte segura; esperad aquí a vuestros hermanos; en tierras de Aragón podréis vivir en paz.

—Mi señor Pedro, sin vos jamás la tendremos —protestó Guilhemme.

—No dejéis que la sabiduría que este lugar atesora muera con vuestra abuela; es su legado, Ghuilhemme de Montaillou —el rey se inclinó ante ella—. Y mi refugio, tened fe.

La joven acompañó con su mirada la marcha del monarca.

 

ALBALATILLO

Llegué al pueblo cuando el funeral estaba a punto de comenzar y me dirigí directamente a la iglesia.

Hacía una hermosa mañana de primavera; el sol calentaba con todas las fuerzas del mediodía, pero los árboles de la plaza mitigaban la sensación de calor. Pequeños corrillos de gente esperaban en la puerta; no intenté reconocer ni saludar a nadie; mi preocupación se centraba solo en mi abuela.

Seguía buscándola cuando oí mi nombre en la voz más dulce que nunca creí escuchar. Me volví, sin duda con expresión de idiota, para olvidar por un momento la razón que me había llevado a Albalatillo. Intenté recordar aquellos hermosísimos ojos verdes, la melena rizada, la sonrisa hipnotizadora… “No me reconoces, ¿verdad?”. No, no la había reconocido. Mi prima Paloma me estampó un par de besos en las mejillas que me hicieron volver al tiempo presente y, a pesar de que hubiera estado mirándola durante toda la eternidad, balbuceé una disculpa con la intención de encontrar a mi abuela. “Acabo de dejarla en la iglesia” musitó Paloma.

Sabía que debía esperar el féretro en la puerta de la iglesia y, después de un pequeño responso del sacerdote, entrar en comitiva al templo; pero la abuela estaba dentro y no podía esperar más tiempo para verla.

Pasé toda la ceremonia con su mano entre las mías. Había llegado hasta ella y ni una palabra de reproche salió de sus labios; me sonrió transmitiéndome la tristeza que la embargaba y, sus ojos claros, enrojecidos por el llanto, comunicaban la alegría que sentía con mi presencia. “Te quiero, yaya Blanca” le dije por todo saludo; en ese momento, mientras las mujeres del pueblo entonaban una canción fúnebre, el féretro fue depositado ante el altar.

El sepelio terminó tarde. Al lado de mi abuela fui recibiendo los pésames de gente que apenas recordaba. ¿Habrán venido mis primos? Pensé en voz alta; mi abuela señaló un pequeño grupo. No puedo creer que no les recuerdes, susurró. Y con dulzura se deshizo de mi brazo y me empujó hacia ellos.

 

MONTSÉGUR, 2 DE MARZO DE 1244

A pesar de lo escarpado del terreno, el revellín que defendía la fortaleza de Montségur del odio invasor había sido tomado con facilidad. La moral de los cátaros que lo habitaban no hubiera caído más deprisa si se hubieran lanzado en picado desde la torre más alta, pero su fe era mayor; a pesar de que todo parecía perdido, aquellos caballeros cruzados iban a hacerles conseguir su mayor anhelo: dejar este mundo donde reina la oscuridad y alcanzar el grado supremo de bondad.

Arnaud Marty paseaba meditabundo por el patio del castillo; le acompañaba el maestro Roger, cirujano e influyente Hombre Bueno.

—Esta tregua sólo es una excusa para llevarnos a la hoguera; hemos hecho todo lo posible por defender la fortaleza, Roger; por mi parte, sólo quiero recibir el consolament y morir en paz.

—Esa es nuestra única aspiración, querido hermano, pero sabes que no es una muerte fácil la que nos espera —el Bon Homme sujetó el brazo de Arnaud afablemente—. Sé lo que te inquieta: tienes una numerosa familia; en ella hay Mujeres Buenas que me ayudan con los enfermos y conozco su afán por la purificación final, pero…

— ¡Pero estos malditos cruzados pondrán en manos de los inquisidores a mujeres y a niños, a hombres jóvenes que tienen toda una vida por delante…! —Arnaud no podía contener la emoción—. Mis hijos y mis nietos, Roger, no puedo siquiera intentar imaginar…no puedo, Roger…

—Y yo te entiendo, amigo. Todos conocemos el horror que vivieron nuestros hermanos de Béziers, de Carcasonne, de Toulouse…No todos estaban preparados para aquello; y, aun deseando el fin de esta vida oscura, el miedo está ahí y nuestro cuerpo lo sufre de manera indescriptible…

—Dicen que llegaron a las piras entonando cánticos; Dios les ayudó a morir ¿no crees?

—No te martirices más, Arnaud —el Bon Homme sujetó a su amigo por los hombros—: Puedes salvar a tu familia, y debes hacerlo.

Arnaud protestó con desesperación:

— ¿Cómo podría? —El anciano extendió sus brazos hacia la muralla—. Los cruzados nos tienen asediados; controlan nuestros movimientos, a veces creo que hasta pueden escucharnos.

—Montségur parecía inexpugnable, pero ha caído; los cruzados creen que controlan ya todo; ése es su error.

—No te entiendo Roger…

—Tenemos cuerdas resistentes; estamos organizando la partida de cuatro Buenos Cristianos que llevarán el dinero de la Iglesia de Dios a nuestros hermanos Lombardos. Saldrán dentro de dos noches, o antes si los soldados atacan; bajarán por el precipicio del noroeste. Es peligroso, pero conocemos cada grieta y cada sendero. Después de ellos intentaremos poner a salvo a cuantos podamos; aún así, muchos se quedan y esperan el martirio; los cruzados no sospecharán. Prepara a los tuyos y que partan esta misma noche; no sabemos qué puede ocurrir mañana.

— ¿Dónde podríamos dirigirnos, también a Lombardía?

—Hace años, el aya que me crió viajó con el malogrado rey Pedro a sus tierras aragonesas; las pocas noticias que tuvimos de ella nos hablaban de una pequeña aldea al sur de Huesca, donde el monarca acudía en busca de paz y consejo. Cuando ella murió, su nieta Ghilhemme creó una pequeña comunidad que acogía a los hermanos que huían de los cruzados. Cuentan con la protección de los caballeros Templarios; allí estaréis a salvo.

—Si nos descubren os pondremos a todos en peligro —repuso Arnaud.

El viejo cirujano sonrió ante la inocencia de su amigo:

— ¿Más peligro aún? Querido amigo, ya conocemos nuestro destino; el vuestro aún ha de ser forjado; que Dios os ayude.

 

ALBALATILLO

Agradecí que la abuela preparara su delicioso chocolate caliente. A pesar de su tristeza se negaba a que el abatimiento la rindiera; siempre había sido una mujer fuerte y activa y en esos momentos no iba a dejar de demostrarlo. Me preguntó por mi vida en Madrid; a mi pensamiento volvieron los remordimientos del viaje y quise aclarar con la yaya Blanca lo que ya nunca podría hablar con el abuelo. Eso ya no tiene remedio, me dijo sin rencor, con cariño, deseando recuperar el tiempo perdido. Entendí que no era momento de lamentaciones y pregunté por mis primos. Los ojos de la abuela se iluminaron; querían hablar de la vida, de nosotros. No he visto a Inés, dije queriendo disimular el interés que mi otra prima había despertado en mí. La abuela sonrió. ¿Adivinaba mis pensamientos? Pero habló de Inés con entusiasmo. Mi prima tenía varias carreras, entre ellas la diplomática; después de viajar por el mundo y trabajar en dos o tres consulados se había instalado en París y llevaba una bohemia vida de escritora.

—Pero no debe de ser famosa, al menos yo no la tengo oída —dije con desenfado.

Pero la abuela rio y dijo que sí, que lo era y mucho. Escribía bajo un pseudónimo. Cuando escuché el nombre casi se me cae la taza de las manos. No podía creerlo. Constance Marty era una afamada medievalista y una escritora de éxito. Escribía sobre esos rollos históricos que ahora están tan de moda; yo mismo había devorado un par de novelas suyas. Increíble, Constance Marty era mi prima Inés.

Al día siguiente había quedado con Paloma para dar una vuelta por los alrededores. Albalatillo formaba parte de una vasta extensión de tierra árida y sin gracia. Cuando mi prima se ofreció a mostrarme los tesoros de la comarca se acercaron a mi memoria las ruinas que tantas veces recorrí con el abuelo Eliseo; los nombres de caballeros y reyes con los que la abuela salpicaba las historias que me contaba antes de dormir. Mis pensamientos viajaron en el tiempo. Durante mi vida en Madrid nunca me había permitido recordar aquellos momentos; la tristeza que me había invadido durante mi viaje al pueblo luchaba por volver a instalarse entre Paloma y yo. Pero eso sí que no, pensé. Con mi prima hubiera ido al fin del mundo; tenía que olvidar esa melancolía; podía conseguirlo con la misma facilidad con la que había apagado el teléfono móvil aquella mañana, dejando el mundo real al otro lado del imponente río Ebro, ese descastado patriarca que desviándose hacia tierras catalanas olvidaba aquella comarca monegrina a la suerte del otrora caudaloso Cinca.

—Estás muy callado, Ramón

—Mis pensamientos me llevaban a divagaciones extrañas; pensaba en los ríos que tenemos cerca.

Ella asintió con la cabeza sin dejar de sonreír, respetando mis silencios; adiviné sus adorables ojos verdes, escondidos bajo las enormes gafas oscuras; su melena, sutilmente recogida con un pañuelo que recordaba el estilo de pasadas décadas desafiaba el viento de aquel estepario paisaje, mientras su boca me inspiraba locos pensamientos de adolescente insensatez.

Después de una media hora de viaje la aridez que nos rodeaba fue tornando en un colorido tapiz; las cercanas aguas del Cinca habían resultado estériles para la comarca hasta que el regadío hizo su tímida aparición, aportando alegría y verdor a unas tierras que en otras regiones resultan fértiles y húmedas por naturaleza. Qué poco se sabe de esta tierra mía desértica y cada vez más despoblada. Aragón, a pesar de su caudaloso río Ebro, forma parte con honores de la España seca. Yo mismo había olvidado esta tierra de contrastes donde la supervivencia se me antojaba todo un arte en manos tan sólo de unos pocos elegidos. De este arte me hablaban los abuelos de Albalatillo, las lagunas y charcas que nos habían salido al encuentro en nuestro camino, los yesos que no permiten el desarrollo de una vegetación más voluminosa y las torres medio derruidas que avistábamos al fondo del paisaje, mientras dejábamos atrás los pequeños pueblos que saludaban nuestro paso. Un arte que yo había olvidado por completo en Madrid.

— ¿Cómo llevas los ríos, primo? —Ahora Paloma sonreía con sorna.

—No te lo vas a creer, seguía cavilando sobre ellos.

Lo que significa que soy un completo imbécil, pensé. Inicié rápidamente una fatua conversación sobre su coche, un espléndido BMW Cabriolet de color azul.

—Sólo tiene una pega, bromeé, no hace juego con el color de tus ojos.

— ¿Eso es un piropo? — rio ella.

—Pretendo que lo sea, sí; pero ya ves que hasta en eso soy malísimo. Háblame un poco de ti; si me permites la indiscreción, tu coche me dice que las cosas te van muy bien.

 

ALBALATILLO, verano de 1315.

La chiquillería corría alborozada; llevaban mucho tiempo sin ver al viejo Antón; dos primaveras habían pasado desde su última visita y los habitantes de Albalatillo añoraban las historias que traía de otras tierras; apenas llegaban visitantes al pueblo y los caballeros de antaño hacía ya tiempo que habían abandonado los castillos cercanos. Por eso la llegada del viejo causó algarabía y expectación.

Al atardecer, aplacado ya el sofocante calor de aquel día de julio, los vecinos se congregaron en la plaza, donde ya el viejo Antón había desplegado sus grotescos grabados y esperaba a toda la concurrencia para comenzar su romance.

La joven Beatriz recordaba perfectamente la última visita de Antón. Entonces había entonado la terrible historia de los últimos caballeros templarios. Las mujeres del pueblo se habían santiguado con horror mientras los más viejos movían la cabeza desaprobando los hechos; los jóvenes del lugar irrumpieron en gritos de protesta cuando el viejo, con voz lúgubre, relató el final de Jacques de Molay y sus caballeros en París, la maldición del anciano Gran Maestre, sus cuerpos ardiendo a orillas del Sena.

—Espero que tu romance sea más alegre que el de hace dos años, tío Antón.

—Beatriz, ¿pero eres tú, pequeña?

—Ya tengo quince años, dice madre que pronto me casaré…

—Ella es la que debería haberse casado hace tiempo —el viejo guiño un ojo con picardía—, no lo ha hecho, ¿verdad?

—No, dicen los hombres que su carácter es obra del diablo —rio la niña.

—En este pueblo hay mucha sapiencia y pocos cojones —sentenció el viejo—. Si yo la hubiera conocido hace veinte años, créeme que su endiablado genio no se me hubiera resistido.

—Ella no se hubiera casado ni contigo ni con nadie.

—Ni tampoco te hubiera tenido a ti, chiquilla, y has sido su alegría desde que naciste.

Bueno —los ojos del viejo recorrieron la plaza llena de gente—, creo que ha llegado el momento de comenzar.

La historia que el viejo Antón relató aquel día no fue tan terrible como la que Beatriz recordaba sobre los últimos templarios. De hecho, era una historia preciosa sobre la reina Isabel de Portugal; hija del fallecido rey Pedro III de Aragón., su matrimonio con Dionís de Portugal fue concertado cuando era apenas una chiquilla. La joven reina tuvo que sufrir en aquella corte extraña las infidelidades de su esposo y las traiciones e intrigas de los allegados al rey. En aquel país extraño, Isabel se dedicó con amor y piedad a los más desfavorecidos de su reino. Con la intensidad de la emoción contenida, el viejo relató cómo la reina mediaba en los conflictos entre el rey y el heredero, cómo lograba la paz entre padre e hijo en Campillo; entre los suspiros y gestos de admiración de los vecinos narró el suceso milagroso de las rosas, acontecido cuando la reina quiso amparar a sus súbditos pobres y al ser sorprendida por el rey las monedas que escondía se convirtieron en flores. “Todos en Castilla hablan ya de la Reina Santa de Portugal”, sentenció el viejo a modo de epílogo.

—Les has dejado sin habla, tío Antón.

—Y a ti ¿qué te ha parecido, pequeña?

Beatriz quedó pensativa un momento:

—Creo que me hubiera encantado conocer a la reina santa.

—Bueno, bueno, santa llegará a ser, si Dios quiere, dentro de muchos años; las gentes sencillas son también muy simples, no creas todo lo que oyes, niña.

— ¡Pero si lo has dicho tú! —protestó Beatriz.

—Y no miento, pero yo sólo cuento lo que escucho a otras personas; a propósito, no he visto a mosén Lluc ¿Ya se marchó ese santurrón?

La madre de Beatriz puso una gran bandeja en la mesa y se sentó al lado de su hija, mientras contestaba al viejo Antón con un deje de tristeza:

—Se fue poco después que tú. Estaba ya muy anciano y muy enfermo. La sabiduría del lugar se quedaba ya pequeña para esa vida tan trillada. Quería morir en su isla, pero sinceramente, no creo que llegara a ella.

—Un personaje curioso, ese LLuc —comentó Antón—. Hay algo que no os dije en mi último viaje, y creo que es hora de cumplir con ese viejo sabio. La triste historia que relaté aquel día (guiñó un ojo a la joven) … Tu hija lo recuerda perfectamente, Constanza.

—Y yo también, Antón —le atajó, impaciente— sigue con tu chisme.

—Bueno, como iba diciendo, esa historia yo la escuché muy cerca de aquí a unos caballeros que marchaban a Castilla, y, aunque no lo dijeron, yo sabía que eran templarios y que huían de la condena de la Iglesia. Poco después encontré al viejo Lluc en el castillo de Alberuela; sabéis que allí me gusta preparar mis dibujos y mis romances —tomó un sorbo del tazón humeante que le sirvió Constanza—. El viejo iba acompañado de los jóvenes discípulos que le cuidaban; al ver mis dibujos, se interesó por la historia que preparaba y con emoción contenida dijo que podía ayudarme con los detalles del relato; él había sido testigo del proceso y de la sentencia, aunque no quiso ver cumplida ésta. Su postura había sido favorable a los condenados y la sinrazón de la condena hizo que saliera rápidamente de París. Beatriz, antes te decía que no creyeras todo lo que oyeras, aunque lo contara yo; pero sabed las dos que lo que relaté aquel día es completamente cierto y que la maldición que De Molay vertió sobre sus verdugos se cumplió en el plazo de un año, como él predijo en la pira, y que Lluc sabía que así sería y así fue; ese viejo es algo más que un sabio, por eso estaba en esta tierra, por eso quería conocer este pueblo antes de marchar al lugar donde había nacido y donde él ya sabía que terminaría sus días.

 

ALBALATILLO

Si el día anterior me había quedado de piedra al saber que mi prima Inés era una escritora de éxito, mi sorpresa no fue menor cuando Paloma me habló de su vida.

“Te hablaré de mí después de comer”, me había dicho durante el viaje. Y así fue. Cuando llegamos a Huesca aún era temprano. Tuvimos tiempo de pasear por sus callejas antes de tomar el aperitivo cerca de San Pedro el Viejo. Paloma insistió en entrar un momento; ¿Te trae buenos recuerdos? Me dijo mi prima en un susurro. Y sin esperar contestación siguió hablando:

“No me extraña; es un templo hermoso… yo lo prefiero a la catedral; siempre preferiré la sencillez del románico a la riqueza del gótico o la pesadez del barroco; quizá sea que es más antiguo y eso me emociona”. Paloma hablaba más para sí misma que para mí. Era una entusiasta del arte, de eso ya no me cabía ninguna duda. Me cogió de la mano y me hizo recorrer la planta de la iglesia mientras me indicaba fechas y curiosidades históricas con una sencillez pasmosa. Enseguida rememoré mis tiempos de crío. En San Pedro el Viejo habíamos estado mis primos y yo muchas veces. Era una de las visitas obligadas durante los veraneos en el pueblo. Recordé haber recorrido ese mismo pasillo con mis padres y con los abuelos; haber visitado las tumbas de los viejos reyes, como los llamaba la yaya Blanca. A mi memoria llegaron entonces las ruinas de Alberuela de Tubo, la marca de cantero que mi abuelo guiaba con el dedo en el Castillón in Monte Nero, o la Iglesieta de Usón. Enfrente de las tumbas del Batallador y de Ramiro el Monje sentí que la emoción me traicionaba; oía con nitidez la voz de mi madre explicando cuanto veíamos en San Pedro el Viejo, hablando del sarcófago romano que albergaba el cuerpo de Ramiro II, la cruel historia de la campana de Huesca, la hermosa escena en piedra de los Magos guiados por dos grandes estrellas: “representan la conjunción de Saturno y Júpiter, el momento de la fecha del nacimiento de Cristo”, nos decía. La certeza de haber perdido a mis padres me sacudió entonces, aun después de tantos años, y las lágrimas brotaron lentamente, dejando escapar por fin toda la ira y la tristeza que había acumulado desde el accidente y que nunca me había permitido exteriorizar. Creo que Paloma sabía que mis emociones se desatarían en aquel lugar; me había dejado solo durante unos minutos y cuando apareció me dedicó una de sus dulces sonrisas y simplemente musitó: “¿nos vamos?”.

Comimos en un sencillo restaurante de la calle San Jorge, cerca del parque. Hacía demasiado tiempo que no degustaba una buena patata asada, los deliciosos pimientos y un extraordinario guiso de carne que me devolvió los sentidos. La actitud de Paloma hasta ese momento había sido de una discreción absoluta.

— ¿Estás bien? —me preguntó.

—Perfectamente; pero tú me debes una explicación…—hice una pausa que pretendía ser misteriosa— sobre tu vida.

Mi prima rio con ganas. Encendió un cigarrillo y comenzó a hablar sobre ella; se ganaba la vida como asesora financiera de una importante empresa de construcción. Pero, al igual que Inés, su pasión era otra; el amor por la historia y el arte la habían llevado a la restauración y, después de unos años dirigiendo un pequeño taller había abierto una tienda de antigüedades en el corazón de Huesca. “He colaborado con Inés en alguna de sus novelas; suele llamarme para que la asesore sobre alguna pintura antigua, o algún retablo…formamos un buen equipo”. Así que mis dos primas eran unas profesionales excelentes además de inteligentes y sensibles. La pregunta se materializó sin darme cuenta:

— ¿Y los primos?

— A ellos también les va muy bien… —dijo con picardía.

—Pues creo que José lleva una vida muy sencilla… —añadí con un deje de mal humor.

—Pero dinero no le falta —rio Paloma.

Así me enteré de que tengo dos primos dedicados a la medicina. Uno es un gran cirujano. El otro, un psiquiatra de renombre. Por otro lado, José y su hermano Andrés se habían quedado en el pueblo y llevaban una vida tranquila; o casi. Hacía años que dirigían una gestoría en Barbastro. Como Paloma e Inés, otras inquietudes los habían llevado a actividades menos prosaicas y empezaron a interesarse por los caldos de la comarca. Entre Barbastro y Alquézar compraron unas cuantas hectáreas de viñedos y el éxito les había llegado con la comercialización del excelente Cavernet-Souvignon “Reina Petronila”.

Tras dos wisquies y varios cigarrillos tenía claro que la familia de Albalatillo era, al menos, singular. A media tarde Paloma y yo dimos un paseo hasta la catedral y desde allí nos acercamos a la tienda de antigüedades. En un pequeño local de la plaza de El Temple se amontonaban en aparente desorden ménsulas, sillas y marcos antiguos, entre armarios, mesas, y pequeños tapices. “Esto es un pequeño almacén que da al taller”, aclaró Paloma. Al otro lado del portal de un viejo inmueble estaba la tienda. Pequeña y muy coqueta, pensé que haría las delicias de cualquier amante de la belleza.

Paloma me hizo entrar por la puerta del taller, en la calle de atrás de la plaza. Quiero enseñarte algo, había dicho con misterio.

Llegamos a Albalatillo cuando rondaba la media noche. A pesar del cansancio, estaba impaciente por hablar con la yaya Blanca. Paloma rechazó mi invitación de pasar a casa y se despidió con un dulce beso. Tienes mucho de qué hablar con tu abuela, se excusó. Tenía razón; me embriagaba su sonrisa, su pelo, sus ojos; me sentía hechizado por mi prima, pero podían más la curiosidad y mi sorpresa por las vivencias de aquella jornada.

Como Paloma había insinuado, mi abuela me esperaba levantada. La noche era calurosa y me agasajó con un excelente licor frío que ella misma preparaba. No esperó a que yo le expresara mi asombro ni a que le preguntara nada.

Esta tierra, dijo, ha sido siempre cobijo de reyes y de gentes sencillas; de sabios y de hombres de buena voluntad. Tu prima Paloma ha sido muy amable preparándote para esta conversación, Ramón, que quizá teníamos que haber tenido hace ya tiempo… No sé… Tu abuelo hubiera querido explicarte tantas cosas…Pero tenía miedo de que rechazaras nuestro pasado; llevas una vida tan moderna, tan profesional…

—No como mis primos —le interrumpí.

—Ellos tuvieron la oportunidad de acceder a esos conocimientos hace ya mucho tiempo. Supieron elegir una vida rica, placentera…en comunión con la tierra, con el espíritu…

—Hablas de ellos como si fueran, no sé… ¡magos!

La yaya Blanca me miró seria y continuó hablando:

—Hace siglos quisieron acusar al pueblo de brujería y cosas raras —hizo una pausa para decir con énfasis—: esta tarde has tenido en tus propias manos el “Trinitatis Erroribus”-.

Paloma lo había puesto en mis manos con veneración; yo no sabía de qué se trataba; pensé en algún documento antiguo, una curiosidad con valor para unos locos enamorados de pasadas épocas. “Por esto quemaron a Miguel Servet”, me había dicho en voz muy baja.

— ¿Qué significa todo este misterio, yaya? Me parece que os habéis vuelto todos locos.

—No se trata de magia, ni de brujería, ni de ninguna tontería de esas. Como te he dicho antes, esta tierra ha dado cobijo a gentes de bien y, a cambio, ha recibido la sabiduría y la sensibilidad de todas ellas.

“En el siglo XIII Albalatillo acogió a los herejes albigenses, vasallos del rey Pedro II, buenos cristianos y conocedores de todo lo bueno que la naturaleza nos ofrece. Dedicaron su vida a curar a las gentes de los pueblos vecinos; tenían una sensibilidad especial para conocer las estrellas, lo que hizo que los monarcas acudieran a ellos en busca de consejo.  Pronto la fama de la comunidad creció y a la aldea acudieron sabios de otros lugares, algunos lejanos, como el fascinante Ramón Lluc, que vino en busca de paz antes de regresar a su Mallorca natal y después de recorrer el mundo conocido predicando y enseñando su amor por la ciencia. A lo largo de los siglos, insignes personajes han pasado por aquí; algunos para descansar y reponerse de heridas o enfermedades; otros, en busca de consuelo o de alivio a sus pesares.

— Pero ¿cómo sabes todo eso? Puede que se trate de meras leyendas… —aduje con desgana.

—Hoy has visitado San Pedro el Viejo. Mira, cariño, cuando te hayas repuesto de la sorpresa y hayas asimilado todo esto, ve al viejo monasterio y pide que el padre Damián te enseñe el archivo. Ahí tienes todo.

— ¿El padre Damián aún vive? —me sorprendí.

Mi abuela asintió, y siguió con su relato.

—Sin embargo, no todos nuestros visitantes llegaron para disfrutar de nuestra hospitalidad. En el siglo XVI la fama de Albalatillo llegaba hasta las universidades europeas. El sabio Servet, nacido en Villanueva de Sijena, conocía de sobra las particularidades de nuestro pueblo. Temiendo por su obra, llegó a Albalatillo con el afán de que fuera guardada hasta que la iglesia admitiera sus descubrimientos. Lo que tú viste en la tienda de Paloma es lo que, junto con el Christianismi Restituto llevó a Servet a la hoguera. Por supuesto, no es el documento principal, pero sí los bosquejos de lo que sería su obra definitiva.

— ¿Y lo guarda ahí, entre esos trastos viejos?

—Mañana mismo volverá a estar en el lugar que le corresponde.

— ¿Y es…?

—El viejo monasterio, por supuesto.

Siguiendo el consejo de mi abuela acompañé a Paloma a San Pedro el Viejo. El padre Damián, párroco de Albalatillo durante mis años de crío, recibió el documento que mi prima le tendía sonriendo, con la dulzura de su ancianidad. Le saludé con respeto, sabiéndole depositario del gran secreto familiar; él me devolvió el saludo con gran afecto y una sencillez extrema. “Todo está bien, Ramón —me dijo—; no elegimos el lugar de nacimiento; ese ha sido el privilegio de los nacidos en Albalatillo”.

Pasé todo el día en San Pedro, admirando el templo como hacía de niño, charlando con el padre Damián y hojeando los documentos del Registro y los Archivos más antiguos.

Era ya de noche cuando mi prima y yo salimos a la calle. El pasado me parecía fascinante pero los ojos verdes de Paloma me devolvieron a un presente muy prometedor. Decididamente rendido a sus encantos, enlacé su cintura y susurré:

— ¿Nos vamos?

 

                                                                 FIN

Cris Bernardó


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