Cuando llegué a Burley, Idaho, tenía sólo veintiocho años, una esposa joven y hermosa: mexicana como ya casi no hay. También traía quinientos dólares, me servirían para poder pagar la renta de un mes en lo que encontraba dónde talachar. Ese billete me hacía sentirme no tan vacío, porque cuando uno ya lleva rato viviendo aquí, la vida se vuelve rutinaria, trabajosa, matada; no sé bien ni cómo, si casi nunca nos falta trabajo, y como dicen en mi rancho: “si uno está triste hay que talachar”.

Conocí a “Don Scott” –así le dicen los paisas- afuera de una tienda de a dólar. Escuché su troca, no arrancaba y como pude le hice entender en inglés: “yo le puedo ayudar”. Rápidamente me asomé al cofre y mis manos se llenaron de aceite. Apreté rápidamente una bovina de la troca y ésta arrancó al llavazo. El viejo me tendió la mano y me dio cincuenta dólares. Los acepté. Mi esposa tendría hambre pronto y mi futuro hijo también. Me preguntó si estaba jalando, contesté que no. Él se palpó los bolsillos del pantalón y segundos después abrió la puerta de su camioneta, un sonido indicando una puerta abierta y el olor a asientos de piel le daban a uno ganas de superarse. El viejito de tenis blancos me extendió un pedazo de papel diciendo que lo llamara más tarde. Sabía mecánica porque aprendí en el taller de mi padrino, un viejillo que vende droga allá en Baja Califas, y bien listo, si te lleva a un restaurant a comer: dice que pidas soda, fries y todo lo que tú quieras. Cuando toca pagar se va al baño y se queda ahí un buen rato. Regresa cuando le calcula que has pagado y se ríe, aunque el vato la mera verdad tiene lana, pinche viejillo. A mí me dijo: “ésto se baila así, por si le gustas entrar”. No me gustó dividir mi tiempo en repartir loquera en una vespa y afinar Tsurus de taxistas. Me vine a la YUESÉI, y cuando empecé a ganar billete en California, poniendo piso en mansiones de lujo a la orilla de Long Beach, decidí simplemente mudarme, escapar: manejé y manejé hasta creer que ya había llegado al límite de este país. Ahora estoy en Idaho, pegado a Canadá, pero no me quejo, uno nunca sabe dónde va a terminar por ser mojado y mientras haya jale no hay que estar tristes ni agachados.

A la mañana siguiente ya estaba trepado arriba en una F-250 de diésel, hasta con traila remolcada en la troca. Mi tarea era easy, my friend, decía Don Scott con sus dientes blancos como sus tenis. Yo me encargaría de chequear las vacas enfermas en el establo, todo ésto junto a otros paisanos, casi todos sombrerudos de Sinaloa que ahora están aquí, en Idaho. Lejos de los quioscos y las plazas que de niños los vieron jugar beisbol, pero luego éstos se transformaron en construcciones, campos y cocinas de restaurantes y los infantes en trabajadores. Chequear las vacas era sencillo, simplemente había que mirar si no sangraban, especialmente de las ubres. También poner atención en las preñadas, si la vaca se muere los becerros también, y si se petatea el ganado nos morimos nosotros de hambre.

Los paisanos de Sinaloa se la llevaban easy, algunos se acostaban dos o tres horas en el suelo y recargaban sus cuerpos corriosos vestidos de franela en la paja. Bajaban el ala de su sombrero y se cubrían el rostro. Otro se quedaba echando aguas por si venía alguien, y eso era nunca. Yo no me dormía ni descansaba, lo segundo nomás pa’ comer, tampoco bajaba el ala de mi sombrero. Me gustaba trabajar y ganarme cada dólar… esperar a el que como dice mi mujer: “ya viene en camino”.

Al poco tiempo comenzaron las envidias de mis propios paisanos, los de Sinaloa. Ya no me volteaban a ver, pero a veces todavía me invitaban un taco cuando traían e igual yo: el dinero no se comparte acá pero la comida sí. El caso es que yo no me dormía y siempre presentaba mi jale en tiempo y forma, como nos indicaba el patrón. Éste comenzó a pagarme tres mil dólares al mes, también me dejó quedarme en una de sus casas con mi esposa, y hasta utilizar la camioneta del trabajo como propia. Igual sábados y domingos, días en los que descansaba.

Don Scott nunca nos traía a raya en el trabajo, nosotros podíamos hacer y deshacer si queríamos, pero como no se vive en el país de uno; hay que portarse bien. Los únicos días donde nos poníamos más al tiro eran los fines de mes, ya que Lucas, el hijo de Don Scott venía de la universidad a ver cómo iba el jale y a visitar a sus papás: los viejitos de tenis blancos. Lucas traía siempre un Jeep color rojo. A veces yo le cambiaba el aceite, le daba servicio y hasta le reparaba los frenos. Había empezado a arreglar los carros del patrón y de los de Sinaloa. No les cobraba caro, como ellos dicen: soy baratero y de confianza.

Una noche se me hizo tarde en la granja, pero Don Scott era justo y pagaba por lo que muchos ilegales pelean pero casi nunca ganan: las horas extra. Terminé de limpiar la traila y de recoger a las vacas del veterinario: ninguna muerta y las demás ya habían sido inyectadas y desparasitadas. Nacerían algunos becerros, y si me iba bien, me darían un bono o saldría alguna troca para arreglar y sacar una feria extra, porque siempre me recordaba mi mujer: “aquél ya viene en camino”. Manejaba para la casa siempre al millaje señalado en la carretera; cuarenta y cinco millas por hora. Llevo once años en los states pero no sé ni cuánto vale una milla o un kilómetro. Ni la primaria acabé. Mi papá juró y perjuró que acá me iría mal, pero yo quisiera que me mirara ahora: troca de diésel, tres mil dólares al mes y hasta mujer bonita. Cuando nazca mi hijo en una de ésas voy a mandar por él.

Todos los días, a las 6 de la tarde, la ciudad se vacía. Los trabajadores del condado, en su mayoría hispanos, debemos pararnos pa´ jalar al día siguiente, igual mañana y pasado; hasta que la vida de wetback[1] nos deje seguir con esta locura ambiciosa. Tras una máquina de volteo o con una pala haciendo hoyos pa´ los sprinklers, da igual, de cualquier forma le entra uno al jale. Luego dicen que el tal Trompas nos quiere sacar. “Que el futuro del mojado está en Canadá”. Según, allá uno tiene permiso de trabajo y se vive re bien. Otros dicen que nieva casi todo el año, pero yo les digo: “cuando eso pase alguien deberá quitar la nieve de las aceras”. Luego pienso, me la voy a rifar y aquí mero me voy a quedar, en Idaho. Uno se acostumbra a ganar de los purititos verdes. Yo manejaba siempre con una licencia conseguida del patrón, todo legal, nada chueco. Trataba de no dar problemas, porque acá, si te tuercen patón luego luego te dan bajón. Ya de regreso a casa, para ver a mi mujer, el reflejo de las luces azules y rojas apareció en el retrovisor.

-Can I see your license, sir?

Yes, officer.

-“Immigrant with permission to drive in Cassia and Minidoka county”.

-Yes, sir.

Como creyendo que su placa y sus dientes blancos iguales a los de Don Scott le daban derecho, comenzó a romper mi licencia con una navaja que traía en el cinturón de policía. Me señaló una luz de la traila que estaba fundida, ésta iluminaba la mitad de la placa. Gracias a una lucecita yo me acababa de quedar sin licencia.

-See you soon, Pablo, very very soon…

El gabacho me entregó el ticket. Mil quinientos dólares. Ya ni pedo, es mejor pagar. No como allá, en el país de uno; donde a veces hasta por trescientos varos se libra una situación. Al día siguiente pagué el ticket en las oficinas y me fui directito a jalar. No me esperaba que al otro día, al salir de mi casa en la mañana, la policía del condado y hasta el sheriff me esperaran en la puerta de mi casa. Con el dolor de mi corazón dejé sola a mi mujer. Don Scott fue por mí cuando cumplí la sentencia. Cuando salí de la celda, el gabacho celador del área donde yo estaba me llamó taco eater y se empezó a reír, algo me decía que no sería la última vez. Según la policía, me habían encerrado por evadir el juicio gracias a la infracción de la luz, y encima de éso, también me atribuían el andar manejando sin licencia. La mera verdad yo no sabía de ningún juicio, a mí sólo me dieron a entender el pago, al menos esa historia le conté a Edwin, un guatemalita que compartía celda conmigo, su delito había sido chocar bajo los efectos del alcohol. Ésa sí que aquí no te la perdonan, ni siquiera a Edwin. De seguro ya va en camino a ver a su señora y a sus hijos, pero uno noche antes de salir me confesó que él ya no se sentía “ni de aquí ni de allá” y si por él fuera, mejor se moría antes de regresar.

Llegó febrero y los días empezaron a ponerse cada vez más grises en Idaho, y yo, cada vez más desesperado. Todos los días trataba de evitar los retenes de la policía en la ciudad justo a las cinco de la tarde, la hora de salida pal´ hispano y para algún gringo que todavía le hace a esto de la clase trabajadora. Me atoraban siempre por lo mismo, no license, una, dos o tres noches preso. Ya hasta tenían mi nombre y foto por haber caído varias veces. Una cosa era cierta, yo me había movido de California pensando: “entre más al norte más seguras las cosas”, pero me equivoqué y la ley se estaba poniendo cada día más dura. Ya de última llamé a un abogado, de espectacular en la carretera:

 

ESQUIVEL LAW FIRM

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2 Corpus Christie Place

Suite 303

(208-422-7326)

 

 

El abogado pasó a verme a la casa, porque yo de plano, por el miedo ya no quería salir, nomás lo hacía pa´ trabajar. Le expliqué el caso a lujo de detalle, el cómo había sucedió todo lo de la licencia y la puta luz. Él me miraba con las manos en el mentón mientras la hojarasca se arremolinaba en el garaje. Me explicó y mi caso era puro racismo. Todavía con los puños en el mentón me dijo la verdad: iba a tener que irme, si volvían a agarrarme, ahora sí, derechito como un mes al bote gringo y con un boleto clase económica para regresar a México. El abogado se portó buena gente y no me cobró, y aunque de nombre gabacho pero apellido latino me empezaba a caer bien. Cuando se fue de la sala dejó un papel sobre la mesa: Wichita Falls, Kansas.

Cuando amaneció me fui a jalar sin contarle nada a mi mujer. Después de explicarle todo a Don Scott tendría mi cheque y chance hasta una liquidación. Le diría todo a ella; coge tus chivas y vámonos. Bajé a las últimas vacas de la traila y cuando cerré el candado supe que nunca más me iba a ensuciar las botas en esta ciudad. El patrón se portó mejor de lo esperado, me regaló la troca con todo; título clean y dos mil dólares de liquidación. Salí de la granja apresurado y con los ojos bien abiertos por si miraba algún retén. Nada. Stops, exits, gas stations de la Parkers, freeways, miles and miles of land, nada más. Cuando llegué a la casa vi a Tere, la de la limpieza, porque cuando nos iba más o menos bien, hasta una señora contratamos para limpiar la casa. Rápidamente me dijo –con la voz de una señora gritona- que mi mujer había dicho: “mi esposo te pagará lo de hoy sin falta”. Le pregunté dónde estaba mi mujer. No quiso hablar. Le pasé un billete de cien dólares y hasta sonrió. Dijo que mi mujer se había ido con un gabacho güero y alto en un Jeep rojo. Hasta con todo y maletas. Hija de su puta madre, pensé; la lana. Entré rápido a la casa y el chirock[2] de la pared estaba roto y adentro sólo quinientos dólares. Salí de la casa, me trepé a la troca y Tere me pidió raite, le grité que con el cambio de los cien se fuera a chingar a su madre. Crucé sin mirar stops y en la primer exit escapé de la ciudad. Wichita Falls, Kansas. Apreté con fuerza dos veces la tecla verde en mi celular mientras manejaba. Your call cannot be completed as dialed. Please check the number and dial again… Excedí el millaje por primera vez y mi troca rugió de cabo a rabo, luego grité por el teléfono: ¿Por qué no te mueres, foquin bich, y te llevas a ese becerro entre las patas?

 

[1] Traducción en inglés de espalda mojada (mojado

[2] Traducción en spanglish de tabla-roca, con la que generalmente están construidas las paredes de las casas en EUA.

BIOGRAFÍA

Octavio Guerrero (San Luis Potosí, 1996) Estudiante de la carrera de Lengua y Literatura Hispanoamericanas en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Ha publicado cuentos, crónicas y ensayos en distintas revistas de México, Colombia y Estados Unidos. Desde el 2016, es corrector y colaborador de La Cripta Pulp Magazine (Tepic, Nayarit). Actualmente, estudia en Granada, España. Escribe y vive en el Albayzín, un barrio multicultural lleno de callejas, grafitis y perros. Su más reciente colaboración fue para el CEART, en el dossier «10 años, 10 cuentos».

 


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