Luz Gabás
Si hay algo que disfruto cuando preparo una novela es el proceso de documentación sobre el contexto —el entorno político, social y cultural—, al que yo me refiero como el espíritu de la época. Si la novela es histórica, además, el diálogo que se establece entre el pasado y la actualidad resulta fascinante por las similitudes entre periodos alejados en el tiempo. Al escribir una novela histórica, resulta inevitable preocuparse por la fidelidad de la representación del pasado. Cuando viajo de siglo a siglo en mis escritos, me asalta la duda de si, por mucho que se estudie, se puede llegar a reflejar con verosimilitud el alma real de una época no vivida. A continuación, extiendo esa reflexión hacia el futuro y fantaseo con la cuestión de cómo analizaría el contexto actual un escritor dentro de, pongamos, cien años. ¿Cuál sería para él, por ejemplo, el espíritu de la tercera década del siglo xxi en el mundo occidental? Y, en el caso de que ese escritor hiciera uso —que no lo dudo— de ChatGPT —o comoquiera que se llame entonces—, ¿qué textos y datos de la web seleccionaría la inteligencia artificial para escribir una escena de una novela, teniendo en cuenta el —hasta ahora nunca visto— magma de opiniones y puntos de vista existentes sobre cualquier hecho?
Puesto que la máquina sería capaz de procesar y digerir millones de archivos y textos según parámetros que se me escapan, voy a centrar mi especulación en un humano que trabajase en el año 2123 con medios tradicionales, un artesano de las palabras del futuro. Imagino a este escritor empapándose de nociones de las décadas finales del siglo xx y las primeras del xxi para comprender mejor la siguiente. Leerá sobre la posmodernidad, la transmodernidad, la deconstrucción, la sociedad del vacío, del pensamiento débil, del consumo, de la nostalgia, la transparencia o el cansancio, la hiperrealidad, la posverdad, la cancelación y el #MeToo. Tal vez reconozca pinceladas de un nuevo neorromanticismo de masas coincidiendo con un momento en el que la tecnología comenzaba a convertir en realidad lo que parecía ciencia ficción. Y, por supuesto, tomará apuntes sobre la pandemia del COVID-19. Se encontrará con un exceso de información completamente politizada; se sentirá abrumado por miles de opiniones de periodistas, escritores, tertulianos, blogueros, influencers y espontáneos: aun consciente de la inexistencia de verdades unívocas, lamentará la ausencia de textos canónicos que le dibujen una realidad más o menos verosímil.
Es muy posible que este escritor seleccione sus fuentes según su intuición y elija aquellos documentos que le resulten más cercanos a su forma de comprender la existencia. Si en algún archivo digital encuentra mis anotaciones personales, leerá que, antes del coronavirus, nuestras preocupaciones en España fueron la crisis económica; el desempleo; la crisis territorial y el desafío independentista; el nuevo mapa político, ya no caracterizado por el bipartidismo; la pérdida de la confianza en las instituciones; el miedo al integrismo islámico; la agresividad latente en lo público, en redes y en medios.
El virus nos enfrentó a una realidad aterradora. A nivel individual, los de mi generación, la menos vinculada de la historia a la mortalidad, vivimos la pandemia como una pesadilla. Sentimos un miedo atroz. Las personas se desplomaban en las calles. Los seres queridos morían solos en los hospitales. Los animales tomaban las calles de las ciudades. Los buitres de los pueblos no tenían quien les echara carroña y acudían a los basureros. En muchos lugares se rechazaba a los forasteros. Unos veían a otros como apestados. El mundo se dividió en dos: vacunados o no. A nivel social, en marzo de 2020, el filósofo Byung-Chul resumió en cuatro puntos las consecuencias negativas de la pandemia en su artículo «Emergencia viral y el mundo de mañana»: cierre de fronteras; poca confianza en el Estado; vigilancia digital que deriva en una evaluación de la conducta social; apatía hacia la realidad como consecuencia de las fake news. El mismo año, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, en su tratado Pandemia, vio la catástrofe y la conmoción como una oportunidad para repensar las características básicas de nuestra sociedad, para instalar un nuevo orden social que sustituyera al liberal-capitalista que para él debía ser una reformulación del comunismo basada en la confianza de la gente y en la ciencia, y advertía de que tendríamos que aprender a sobrellevar una vida mucho más frágil con constantes amenazas. La primera de estas en llegar fue la guerra (televisada) de Ucrania. Tras la guerra contra el enemigo invisible que venía de fuera, volvimos a las armas para guerrear contra nosotros mismos. Las siguientes fueron los desastres naturales —ciclones, inundaciones, sequías, terremotos, olas de calor extremo—, la mayoría asociados al cambio climático, aseverado por unos, negado por otros. El fin del planeta Tierra y la extinción del ser humano se aproximaban. Tal vez la única salvación para la humanidad fuera la creación de seres poshumanos o empezar a buscarse la vida en otro lugar del universo.
Creímos que una experiencia tan traumática como la pandemia del COVID-19, que nos puso a prueba como sociedad aterrorizada, produciría una transformación moral en la sociedad; una transformación para bien, quiero decir. Sin embargo, se cumplieron, como ya advirtiera Jean Delumeau en su libro El miedo en Occidente, editado por primera vez en 1978, las afirmaciones de que una sociedad traumatizada es una sociedad ideal para que se instrumentalice el miedo, y que el sentimiento de inseguridad es causa de agresividad.
Nuestra falta de seguridad se intensificó. Para las personas de mi generación, la intuida sensación de que no había discursos sólidos a los que aferrarse se convirtió en una realidad palpable. Más que una sociedad líquida, yo sentía una sociedad gaseosa, de partículas no unidas, expandidas y con poca fuerza de atracción, sin volumen ni forma definida: seres humanos como moléculas en estado de caos, como si toda la sociedad hubiera sido atacada por un gigantesco troll o hater encargado de destruir nuestra cohesión social y empeñado en convertirnos en enfermos crónicos de odio. Las nuevas generaciones, plenamente tecnológicas, siguieron elaborando sus discursos relacionados con la identidad sexual y de género, la alimentación alternativa, el revisionismo histórico, la salud mental y el medio ambiente.
La sensación de miedo e inseguridad es inherente a todos los momentos traumáticos de la historia. No es nueva. La sensación es la misma. Lo que cambia es el contexto, tan mudable, que genera nuevas causas de inseguridades. Como en todas las situaciones perturbadoras de la historia, el agente desencadenante, en este caso el virus, nos individualizó, nos aisló: no generó ningún sentimiento colectivo fuerte. Cada uno se preocupaba de su propia supervivencia. Se nos ha olvidado que la solidaridad consistía en guardar distancia y se nos ha quedado algo de ese distanciamiento. Nos repetimos que en lugar de rehuir el contacto o ampliar abismos, deberíamos acercarnos y trabajar por una sociedad más pacífica y más justa, sin demagogias; pero nos quedamos quietos.
El aislamiento y la pasividad desembocaron paradójicamente en un derroche de pasión, en una desagradable vehemencia y en una actividad frenética en el mundo virtual, como si allí no existiera el peligro. En la era de las redes sociales, las personas se lanzaron a exponer sus opiniones —más bien sus juicios y sentencias— sin pudor alguno. Los desafueros en el mundo virtual contribuyeron a transformar la opinión pública, tan frágil, tan contagiosa, tan peligrosa en su inestable unanimidad.
Las preocupaciones en España volvieron a ser las mismas tras la pandemia, pero con ligeras variaciones: la crisis económica y el desempleo, ahora por culpa de la guerra de Ucrania; el desafío independentista, ahora acrecentado por la posibilidad de un nuevo orden territorial; el nuevo tablero político en el que juegan la extrema izquierda, la extrema derecha y los independentistas; la pérdida de la confianza en las instituciones, aumentada; el miedo al integrismo islámico, pero menos; la agresividad en lo público, en redes y en medios, que de latente pasó a ser patente. Quizá se podría añadir un inquietante interrogante sobre el futuro de la democracia y de la libertad en un mundo capaz de vigilar virtualmente casi hasta el pensamiento.
Me gustaría que mi escritor imaginado, en un ataque de revisionismo histórico desde el futuro, revisara todas las fuentes posibles sobre este contexto, y que, desde su perspectiva, con nuevos datos —y seguro que con un ChatGPT de última generación—, creara una novela que me explicara el mundo en el que vivo. Existe el riesgo, eso sí, de que idealizara y romantizase; o de que crease una distopía; o de que mostrase un realismo aterrador. Aunque se me ocurre también que quizá este ejercicio de imaginación parta de un error de base: es muy posible que dentro de cien años no existan escritores como los conocemos ahora; que esos seres se hayan extinguido; que la literatura sea solo un producto de la Inteligencia Artificial; que el arte de las palabras se haya convertido en algo tan desconcertante como una suma de opciones y variables aleatorias. Como las partículas de un gas.