La mujer se sentó mientras la mirada, hipnotizada, recorrió los dos hermosos charcos de colores que seguían sin mezclarse. El recuerdo de su infancia, allá por Camagüey, le asaltó. Los lujuriosos verdes del manglar se mezclaban con los rojos escarlata de los atardeceres, miró al suelo, pero la imagen continuó en su cerebro.

Llevaba veinte años en este país tan distinto. Casi los mismos de casada. Tenía treinta al matrimoniar, y Cosme setenta. Era la mejor opción para tener papeles y posición. Al principio, sintió desagrado acostándose con un hombre que parecía un pulpo, después tedio y rutina. No podría durar demasiado y ella, entonces, sería rica. Fue el acuerdo.

Diez años así. De repente el ictus: parálisis de cintura hacia abajo. Pero sus manos seguían buscando, sobando, pellizcando, con el derecho del pillaje. Apareció de nuevo el asco mezclado con el odio. Parecía tener cada vez más vitalidad, sin morirse nunca.

Las imágenes de ceibas y helechos de Cayo Sabinal, los caimanes del río Máximo, volvieron a su cabeza.

Su mano encarcelaba el gollete de una botella rota y vacía de licor de hierbas, su verde contenido se iba mezclando, lentamente, con el carmesí que seguía brotando de la cabeza del hombre.


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