En la escena del crimen el detective prende un cigarrillo. El humo de tabaco es una cortina de plata a la luz de los flashes y del tenue resplandor del proyector. El pesado cuerpo yace sentado, agarrotado en la butaca, la mirada vidriosa naufragada en la pantalla. La boca abierta, extrañamente sonriente, deja escapar un fino hilo de sangre negruzca. Diez centímetros de acero sobresalen de su abdomen y refulgen como un faro en la noche de sombras recortadas que lo rodean. Unas filas atrás, un hombre de mediana edad mira perplejo sus manos ensangrentadas, absorto en inmediatos recuerdos. Enfrente, Gilda sigue contoneándose y cantando a su amado. El fantasma de Sam Spade no tarda en aparecer entre la multitud que se agolpa tras el cordón policial.

–El acomodador dice que discutían sobre ella…– piensa el detective, señalando a su espalda con el pulgar–. ¿Crees que ese es el móvil?

Spade da una larga calada a un pitillo, mira a Rita, pasa un dedo sobre su labio roto, y con voz nasal que nadie más oye, habla lacónico:

–Ella es del material del que se forjan los sueños. Échale la culpa al mambo.


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