La Cautiva
La miro caída a mis pies, un ser doliente envuelto en ropa destrozada que un día fue una túnica suntuosa. Sin adornos; el cabello deshecho, convertido en una amalgama de sudor y polvo. Sé que es rubia, aunque ahora no lo parece. Un ser doliente, abatidos su orgullo y su poder. No me mira. No se atreve a alzar esos inmensos ojos verdes hacia mí, su vencedor, su captor, el dueño absoluto de su destino. Está en mis manos y lo sabe. Soy el señor de su vida y de su muerte. Me gusta. Es una sensación inenarrable sentirme amo todopoderoso de las vidas de mis vencidos. Nadie me fiscaliza, nadie me observa para advertirme si me sobrepaso en mis atribuciones, nadie me espía para acusarme ante el Senado. Mis hombres no me cuestionan, demasiado cansados ellos también de tantos años de guerra, tanto solapada como abierta. Confían en mí y me siguen fiel y lealmente, me he ganado su voluntad y su afecto. Pero están tan cansados como yo de tantos pactos, acuerdos, conversaciones con los jefes de los clanes, de tanta cháchara inútil. Han aprendido que hablar con estos salvajes no conduce a ninguna parte, porque sólo hablan el lenguaje de la violencia y de la sangre. Quieren volver a casa, a Roma, con sus esposas, sus hijos, sus madres. Yo también quiero volver a casa. Pero antes debo terminar mi trabajo aquí, reducir de una vez por todas y para siempre a estos salvajes que no quieren entender que su tiempo ha terminado. Pactos, acuerdos, alianzas: papel mojado, tiempo perdido. En Roma tienen prisa. Pero los senadores no están aquí para ver con sus propios ojos cómo se ejerce el poder con esta gente. No se trata de política. Yo soy un general, no un político. En cuanto a los clanes, dudo que ni siquiera sepan el significado de la palabra.
Soy un general, responsable de la vida y el bienestar de mis hombres. Son ellos los que sangran en el campo de batalla. Son ellos los que mueren. Estos salvajes aún no han entendido que, lo que Roma desea, lo coge; lo que Roma necesita, lo coge. Roma ha venido para quedarse y civilizarlos incluso si tiene que matarlos a todos para conseguirlo. La voluntad de Roma es ley. Tenemos una misión histórica que cumplir: hacer de cada uno de estos miserables, un romano. De cada una de estas mujeres guerreras que están en todas partes menos donde deben, que es su casa, una romana. La primera vez que las vi me sorprendieron y escandalizaron a la vez. Me sorprendió su extraña belleza, sus adornos, su maquillaje. Me escandalizó la audacia e impudicia de su proceder, esa libertad antinatural, ese plantar cara a los hombres incluso aunque sean sus maridos. Ningún marido romano digno de tal nombre permitiría semejantes libertinajes. Si dejáramos que nuestras benditas esposas obraran a su antojo, Roma perecería. La base de una sociedad fuerte, equilibrada y poderosa, descansa en un matrimonio legítimo en el que cada uno de los cónyuges sabe cuál es su lugar y obra conforme a ello. Esta mujer caída a mis pies me irrita. Ni su padre ni su esposo han sabido educarla. Ella, y las otras, han combatido espada en mano contra nosotros. Su delicadeza femenina desapareció de pronto, se convirtieron en Furias sedientas de nuestra sangre. Advertí a mis tropas al respecto: “si quieren luchar como hombres, que mueran como hombres. Que no tiemble vuestra mano, porque a ellas no les temblará cuando os corten la cabeza. No son mujeres, son el enemigo. ¿No quieren ser iguales que sus hombres? Pues concededles su deseo.”
Esta hija y esposa de jefe ha sobrevivido a la batalla que nosotros, como no podría ser menos porque somos los favoritos de los Dioses, hemos ganado para mayor gloria de Roma. Prohibí expresamente que se le hiciera ninguna violencia. Atada de la cabeza a los pies, porque es extremadamente peligrosa, fue transportada hasta el fuerte y confinada en una celda. Hice que se aligerasen sus ligaduras para que pudiera comer y aliviarse pudorosamente. Estuvo a punto de estrangular a su guardián mientras cumplía esta orden. Pese a todo, mandé a una esclava con uno de sus vestidos y un barreño de agua caliente; pues, en mi magnanimidad, creí que sería sencillo hablar con ella si la trataba según su rango. Se lavó y se vistió, pero de nuevo se lanzó sobre los soldados que envié para que me la trajeran. Actuando en defensa propia, y en contra de mis órdenes expresas, la pegaron y ataron con mayor fuerza. Dudé sólo un segundo: decidí que se la mantuviera atada, sin comida ni bebida excepto un mendrugo de pan y una jarra de agua al día, y que se la cambiara a la mazmorra, para que meditara sobre su suerte. Renové la prohibición de que se la golpeara ni fuera sometida a violencia física. Me olvidé deliberadamente de mi cautiva hasta hoy. Lleva dos meses sin oír una voz humana, sin comida decente ni poder asearse. La arrojaron a mis pies, donde ha quedado a mi absoluta merced. Apesta. No se atreve a mirarme, se sabe en mi poder, depende únicamente de mi voluntad. Si me ruega por su vida, creo que tendré un gesto de generosidad y la dejaré libre, no me cuesta nada. Ya ha dejado de ser un peligro para nosotros. Su gente o está muerta o en cautiverio, esclavos útiles que construirán nuestras carreteras y obedecerán o morirán. Los más inteligentes han aceptado la amistad y las condiciones de Roma. Está sola, y lo sabe. No tiene poder de convocatoria ni ninguna posibilidad de volver a reunir a su clan para contraatacar. Sus días han terminado. Tiene que aprender que lo que fue ya no volverá a ser. Esta es la Edad de Roma.
Me hace sentir bien ver su miedo. Y tiene miedo, por los Dioses que está aterrorizada. Tal vez no teme morir, estos salvajes no sienten ningún respeto ni por la vida ni por la muerte, pero la asusta que ejerza mi derecho de vencedor y la viole. ¡Por Mitra! Qué idea tan monstruosa. Soy un general de Roma, un hombre de honor. Aunque me la trajeran bañada y perfumada, no la tocaría. Estoy casado. Mi amada Sulpicia me espera en casa. Es un ejemplo de matrona virtuosa y madre romana. Veinticinco años hace ya que me dijo: “donde tú seas Gayo, yo seré Gaya”. Jamás, y bajo ninguna circunstancia, alargaría mis manos hacia otra mujer. Soy un general de Roma, un hombre de honor, padre de uno de los jóvenes oficiales que están conmigo. Mi primogénito sigue la carrera militar, como todos los hombres de la familia. Tampoco debo ofenderle a él con un comportamiento indecoroso, indigno de mí y de mis antepasados.
Se lo hago saber, no me resisto a lanzarle a la cara que si va a morir, si me decido a condenarla a muerte, con su virtud intacta, es porque valoro mi honor y mi hombría. Entonces me mira. Sus inmensos ojos verdes se clavan en los míos sin un ápice de agradecimiento. El intérprete que ha traducido mis palabras está atento a su respuesta. Intenta hablar; pero, tras dos meses en silencio, tiene dificultades. La voz se le atasca, apenas logra emitir susurros roncos. Ordeno que le den una copa de vino, que ella vacía de inmediato. Tras limpiarse los labios con los dedos, me mira de nuevo. Una expresión salvaje y maligna aflora a sus ojos. Responde en un latín perfecto que evidencia que ha tenido un buen maestro.
-Guárdate tu falsa misericordia, general. Me da igual lo que hagas conmigo. Nunca nos vencerás. Mátanos a todos, y seguiremos viviendo en la memoria de los árboles. Tú, general ebrio de soberbia, necio y estúpido, nunca regresarás. Tu Roma caerá bajo guerreros como nosotros. Tus Dioses perecerán, sus templos serán dedicados a otro Dios. Nuestros espíritus sobrevivirán a los siglos.
Y de repente se echa a reír delante de mí y de mi Estado Mayor. Nos mira como si fuéramos nosotros sus prisioneros y se ríe de nosotros. Podría matarla ahora mismo. Tal vez es eso lo que desea provocar. Sí, no tengo la menor duda: desea encender mi ira y que le clave mi espada para morir victoriosa. Si la abofeteo, si le doy patadas, si la mato, ella habrá vencido. Jamás. Soy un romano. Soy un hombre de honor.
-Vete. Eres libre. En nombre de Roma, te regalo tu vida.
Consigue ponerse en pie con esfuerzo. El odio la mantiene erguida. Me escupe en pleno rostro; y, antes de que nadie, ni yo mismo, pueda evitarlo, me arrebata mi daga y se la clava en el corazón. Vuelve a caer a mis pies, con sus ojos fijos en los míos.