El hombre se acercó a la verja y abrió la cancela. La estructura metálica crujió en sus goznes, dejando escapar un grito agudo, sorprendida de que alguien irrumpiera en su soledad, exponiendo a la luz sus secretos.

Las malas hierbas habían cubierto el jardín y ocultado el camino que antaño se abriera orgulloso entre los rosales.  Miró a su alrededor y contempló la desolación. Las ramas de los árboles habían ocultado la parte alta de la casa, roto cristales de algunas ventanas y profanado las habitaciones. Las ortigas se agarraban a sus piernas y clavaban sus dientes impidiendo que entrara, pero él siguió caminando.

Introdujo la mano en un agujero del suelo próximo a la puerta, sacó la llave y la deslizó en la cerradura. Se detuvo, solo se oían los latidos de su corazón. En el interior, la oscuridad era absoluta.

De cada peldaño que ascendía se levantaba un halo de polvo que, suspendido en el aire, observaba la escena. Una por una fue abriendo todas las puertas. Desde el techo las arañas habían tejido una cortina de tul, dejando el pasado entre bambalinas. Decidió vivir pintando los recuerdos, porque la verdad siempre se encuentra en la última planta.


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