POEMA DE MIGUEL LABORDETA
Hace ya diez años
que por estas laderas
bullían pesadamente los tanques plomizos
y los cañones del doce y medio
aplastando tanto mimo de madres desconocidas.
Tanta ilusión tronchando bajo los caminos ensangrentados
arrasando viejas ilusiones de tanto pobre diablo.
¡Cuánto ha cambiado todo…
cuánta paz domina hoy las colinas…
cuánta rama humedecida sostiene la voz adormecida de los asesinados!
¡Qué hermosas arboledas surgen de los esqueletos!
Miro al cielo con sol. Dulzura. Inexistencia y sueño.
Nada ha sucedido quizás. Tan sólo estoy aquí.
Yo. Helador de segundos quizás. Intratable holgazán.
Me burlo de todo.
Pero siento la lacerante melancolía del hombre eterno.
POEMA DE ALEJANDRO CÉSPEDES
Hace doscientos años que el campo y sus laderas
se quedaron cubiertos
por fragmentos de cascos y corazas,
tambores rotos, trozos de cañones,
jirones de uniformes y estandartes teñidos
de una sangre culpable.
Mil ochocientos quince, dieciocho de junio,
la batalla de Waterloo:
hubo piras ardiendo con soldados franceses
durante nueve días.
Las llamas, al final, se alimentaban
únicamente de la grasa humana.
Una empresa británica
recogió toneladas de osamentas
de humanos y caballos que eran enviadas
a las trituradoras de vapor de Yorkshire,
para luego en Doncaster ser vendidas
como fertilizante.
¡Cuánto ha cambiado todo!
¡Qué hermosas arboledas surgen de los esqueletos!
Cuánta paz domina hoy las colinas
mientras el universo
huele a carne quemada…
El hombre y su demiurgo imaginado
–a la vez guionista y personaje–
intervienen en el drama del mundo
para que todo acate sus antojos.
Hoy parece que nada ha sucedido
mientras sigue ocurriendo en tantos telediarios.
Las úlceras de un tiempo no amasado
y de un espacio ufano de sí mismo
imponen sus conquistas.
Luego vienen las llamas de la vida
con su pasión salvaje
para instaurar el reino del recelo.
En la lengua abrasada, el yo desmigajado
y ofrecido a los pájaros
en mitad del invierno nos sonríe.
Nos burlamos de todo…
No somos inocentes,
ninguno de nosotros.
Todas nuestras palabras
son cómplices y envuelven
semillas de pecado.
El cuerpo es la ceniza
de un alma que se quema.
En el abrasador caudal de lo perdido bebe
y no se sacia.
En el reino de la delicuescencia,
en esa lacerante melancolía del hombre,
se inaugura ese tiempo donde somos eternos
convertidos en guano, transformados en árboles.