Nunca debió escribir aquel poema. Cada palabra era una sentencia de muerte para alguno de los poros de su piel, la leve agonía huérfana de endecasílabos que se acomoda sin remedio entre sus dedos.

Lo cierto es que el poema ya estaba garabateado y él, en su torpeza, lo había dejado fluir, tomar vida, hacerse materia entre los renglones de aquel decolorado pergamino.

Lo leía una y otra vez, mientras su desasosiego crecía exponencialmente, atormentando cada una de sus terminaciones nerviosas.

No podía entender que él fuera el autor de aquellos versos que retumbaban con fiereza en los rincones más inaccesibles de su entereza.

Bebió un trago de lo que una vez fue ginebra mientras buscaba en su memoria la razón que diera sentido a esa locura que se estaba instalando en su cabeza.

El corazón le latía tan deprisa que los botones de la camisa parecían bailar al compás de sus tañidos.

Una suave luz se abría paso entre las cuatro paredes de aquella angosta estancia, un eco de palabras entre cortadas retumbaba en sus oídos, lejanos, como en otra dimensión.

Una voz en off leyó el título del poema, mientras se apagaba su conciencia: “Elegía a un poeta”.


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