Mª José Guallart

Lunes, 21 de abril.

Me llamo Ibrahima. Hace cuatro años llegué a España. Hoy regreso a Senegal. Hace una hora que el avión ha despegado. Siento soledad entre tanto pasajero embutido en su asiento. A mi lado, un niño y su madre duermen. El silencio del zumbido del avión se rompe cuando la azafata me ofrece un zumo de naranja. Sonríe todo el rato y el color de su piel contrasta con el marfil del uniforme. La película del monitor no consigue captar mi atención. Por el altavoz, el comandante avisa que sobrevolamos el océano. Miro por la ventanilla y veo las mismas aguas de cuando salí de mi país. A mi mente regresan la patera a la deriva; la guardia costera; el rescate.

Miro el reloj. Son las doce del mediodía. Aún quedan tres horas de vuelo. Las turbulencias despiertan al niño que gimotea y le pregunta a su madre cuánto falta para llegar. La misma pregunta que me he hecho yo durante estos últimos años de búsqueda de trabajo, de vender en la calle, de conversaciones de locutorio con mi madre y con Mara, mi novia. Dentro de quince días, nuestros padres irán a la Mezquita para formalizar el casamiento. Estoy contento porque mi madre ya no tiene que utilizar velas por las noches. Cuando llegue, colocaré madera sobre el suelo de tierra de la casa y arreglaré mi habitación, donde viviremos Mara y yo. Estoy ansioso por ver su cara, no sabe que llego.

Después de comer me quedo dormido. Me despierta la voz del comandante que comunica que dentro de treinta minutos aterrizaremos. Treinta minutos me separan de Dakar. Poco después, un letrero luminoso da la orden de abrocharse el cinturón. La azafata de la sonrisa comprueba que lo hacemos correctamente.

Me inquieta el encuentro con mis hermanos. Deseo abrazarles y subir al coche que les han prestado para llevarme a Mbour, mi ciudad, de donde salí siendo pescador y a donde regreso convertido en campesino.

 

Miércoles, 22 de junio.

Han pasado dos meses desde mi llegada y me encuentro en el avión de regreso a España. Son las quince veinte. Las imágenes del monitor no captan mi atención. Cierro los ojos y rememoro lo vivido durante los sesenta días que he pasado en mi país. El encuentro con mis hermanos, fundidos en un intenso abrazo intentando contener las lágrimas. Mi madre, al verme, gritó y levantó los brazos para acogerme a la vez que daba gracias a Alá. Mi novia, como si viera un fantasma, comenzó a llorar, después se colgó de mi cuello. Mi padre posó sus manos sobre mis hombros. En su mirada había satisfacción. Poco a poco, los vecinos se acercaron a casa para darme la bienvenida.

Dos semanas después, Mara y yo nos casamos. Hicimos una pequeña fiesta y ella parecía una princesa wolof. He sido feliz junto a mi mujer y a mi madre. Sé que mi padre y mis hermanos están orgullosos de mí. Tengo un pasaporte y un visado para el contrato de trabajo.

Hoy, he llorado al despedirme. Al cruzar la puerta de embarque, no había vuelta atrás. Entonces, me he girado para ver a Mara por última vez. Entre ella y yo hemos cruzado una mirada cargada de complicidad. Nadie sabe que dentro de nueve meses regresaré para conocer a mi hijo.


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